Lecciones de la Biblia, Profecías, Justicia Por La Fe
Capítulo 7
La justificación por la fe, en el mensaje de 1888
El poder desbordante de las buenas nuevas
Si el mensaje fue “el comienzo” del fuerte pregón y “aguaceros celestiales de lluvia tardía”, la lógica nos obliga a reconocer que debió consistir en una revelación más clara de la verdad, de la que hubiese comprendido cualquier generación previa del pueblo de Dios, desde que la lluvia temprana fuera derramada en Pentecostés. Eso nos deja sin aliento. Analicemos los hechos.
Hablando en la década del año 1888, y en el contexto inequívoco del mensaje predicado por Jones y Waggoner, Ellen White dijo:
En la Palabra de Dios hay grandes verdades que han permanecido sin ser vistas ni oídas desde el día de Pentecostés, que deben brillar en su pureza primitiva. El Espíritu Santo revelará a aquellos que aman verdaderamente a Dios, verdades que se han eclipsado de la mente, y revelará también verdades que son enteramente nuevas (Fundamentals of Christian Education, 473).
¿Cómo podría ser la justificación por la fe de 1888 una mera re-enfatización de los conceptos del siglo XVI, por importantes que fueran para su generación las doctrinas de los reformadores? Ellen White dijo que el mensaje de la justicia por la fe -de 1888- era “el mensaje del tercer ángel en verdad” (Review and Herald, 1 abril 1890). Si no era más que lo enseñado por Lutero, entonces el apóstata L.R. Conradi habría tenido razón al afirmar que Lutero enseñó en sus días el mensaje del tercer ángel, y por lo tanto, no hay razón para la existencia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día (Conradi, The Founders of the Seventh Day Adventist Denomination, 60-62).
Si nuestro mensaje de la justificación por la fe es el mismo que proclaman teólogos y evangelistas de las iglesias guardadoras del domingo, entonces el asunto adquiere grave trascendencia. ¿Cuál es la razón de existir de la Iglesia Adventista del Séptimo Día? ¿No tiene esta contribución distinta que hacer en relación con el evangelio? ¿Acaso sea quizá nuestra contribución “las obras”? ¿Dispuso quizá el Señor que las iglesias populares prediquen el evangelio, y la Iglesia Adventista la ley?
O, en el mejor de los casos, ¿es nuestra Iglesia un competidor más en la carrera del evangelio, una voz de “yo también”, ofreciendo virtualmente la misma mercancía, tal como sucede en las actuales competiciones automovilísticas, en las que los vehículos son prácticamente idénticos, excepto por el nombre del patrocinador? A la luz de la afirmación hecha por Ellen White sobre “el mensaje del tercer ángel en verdad”, es evidente que el mensaje de 1888 debe consistir en algo singular que lo distingue de las ideas populares de los evangélicos. Estos últimos todavía no han comprendido el mensaje. Después de todo, aún no lo hemos proclamado en su plenitud.
Ellen White se gozó en la singularidad de ese mensaje, reconociendo que iba mucho más allá de los conceptos de los reformadores o de sus contemporáneos cristianos:
En su gran misericordia el Señor envió un preciosísimo mensaje a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones... Presentaba la justificación por la fe en el Garante; invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que se manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios... Este es el mensaje que Dios ordenó que fuera dado al mundo. Es el mensaje del tercer ángel, que ha de ser proclamado en alta voz y acompañado por el abundante derramamiento de su Espíritu (Testimonios para los ministros, 91-92).
Esas palabras carecerían de sentido si los mensajeros no hubieran avanzado en la luz, mediante su maravilloso descubrimiento de que la justificación por la fe es más que una declaración de absolución por los “pecados pasados” (la comprensión común evangélica, y también la de muchos adventistas). El corazón que estaba en rebeldía contra Dios, resulta reconciliado, convirtiendo así al creyente en obediente a todos sus mandamientos. Esa refrescante faceta de la verdad es la que alegró tan grandemente el corazón de Ellen White. Los que en nuestros días se oponen al mensaje de Jones y Waggoner, se esfuerzan por argumentar que no hay nada singular en el mismo. Veamos lo que Waggoner publicó muy poco después de 1888:
Es evidente la pertinencia de... la declaración [de Pablo] de que “los hacedores de la ley serán justificados” (Rom 2:13). Justificar significa hacer justo, o mostrar que alguien es justo...
Los actos realizados por una persona pecadora carecen de valor a efectos de hacerlo justo; más bien al contrario: teniendo su origen en un corazón impío, son actos impíos, añadiéndose así a la cuenta de su impiedad. Solamente el mal puede brotar de un corazón malvado, y la multiplicación de males no puede dar por resultado ni un solo acto bueno; por lo tanto, de nada vale qua una persona impía piense hacerse justa por sus propios esfuerzos. Debe ser hecho justo antes de poder obrar el bien de él requerido, y que él desea hacer...
El apóstol Pablo, habiendo demostrado que todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios (Rom 3:23), de manera que por las obras de la ley ninguna carne será justificada ante él (Gál 2:16), declara que somos “justificados [hechos justos] gratuitamente por su gracia...” (Rom 3:24)...
Es cierto que Dios de forma alguna tendrá por inocente al culpable; no podría hacerlo y seguir siendo un Dios justo. Pero hace algo muchísimo mejor: quita la culpa, de tal suerte que quien había sido culpable no precisa ya ser absuelto: es justificado y considerado como si nunca hubiese pecado...
El serle quitadas las vestiduras viles [en Zac 3:1-5] significa hacer pasar la iniquidad de la persona. Y vemos así que cuando Cristo nos cubre con el manto de su propia justicia, no provee una cobertura para el pecado, sino que quita el pecado. Y eso muestra que el perdón del pecado es más que una simple formalidad, más que simplemente una entrada en los registros de los libros del cielo a efectos de cancelar el pecado... Realmente lo limpia de culpa; y si es libre de culpa, es justificado, hecho justo; ha experimentado ciertamente un cambio radical... y así el perdón pleno y gratuito de los pecados contiene en sí mismo ese maravilloso y milagroso cambio conocido como el nuevo nacimiento... es tener un corazón nuevo, limpio...
Una vez más, ¿qué es lo que trae la justificación o perdón de los pecados? Es la fe... Ese mismo ejercicio de la fe hace de la persona un hijo de Dios (Christ and His Righteousness, 48-63. Corchetes figuran en el original).
A.T. Jones estaba en completo acuerdo:
Justificación por la fe es justicia por la fe, ya que justificación es ser declarado justo... justificación por la fe, por tanto, es justificación que viene por la palabra divina... La palabra de Dios lleva en sí misma su cumplimiento... La palabra de Dios pronunciada por Jesucristo, es poderosa para llamar a la existencia aquello que no existía antes de ser emitida...
En la vida del hombre no hay justicia... Pero Dios ha establecido a Cristo para declarar justicia a y sobre el hombre. Cristo ha “pronunciado la palabra solamente”, y en la vacía oscuridad de la vida del hombre aparece la justicia para todo aquel que la reciba... La palabra de Dios recibida por la fe... produce justicia en el hombre y en la vida de quien jamás la tuvo anteriormente: precisamente como en la creación del Génesis...
“Justificados [hechos justos] pues por la fe [confiando y dependiendo solamente de la palabra de Dios], tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5:1) (Review and Herald, 17 enero 1899. Corchetes figuran en el original).
El hombre no debe simplemente convertirse en justo por la fe (dependiendo de la palabra de Dios) sino que debe ser justo, debe vivir por la fe. Es precisamente en esa misma forma como vive el hombre justo y es así precisamente como se convierte en justo (Id. 7 marzo 1899).
Ahí está la palabra de Dios, la palabra de justicia, la palabra de vida, para ti ahora, “hoy”. ¿Serás hecho justo por ella ahora? ¿Vivirás por ella hoy? Eso es justificación por la fe. Eso es justicia por la fe. Es lo más sencillo del mundo (Id. 10 noviembre 1896).
Se impone inmediatamente la siguiente reflexión: ¿estaban en lo cierto los mensajeros de 1888 al afirmar repetida y enfáticamente que la justificación por la fe “hace justo” al pecador?, ¿o constituye quizá un resurgir del viejo concepto católico romano de una justificación por la fe que es en realidad un disfraz para la justificación por las obras? Algunos sostienen que es imposible que el creyente se vuelva o sea hecho justo. Según ellos, simplemente se lo declara justo -cuando de hecho no lo es-. La enseñanza de que la justificación por la fe significa ser hecho justo por la fe, se ha pretendido identificar como la insignia del catolicismo romano.
Sin embargo, es eso lo que Ellen White apoyó como “mensaje del tercer ángel en verdad”: el centro mismo del mensaje de 1888. Si eso es romanismo disfrazado, entonces Ellen White estaba desinformada, era una incauta entusiasta, y la Iglesia Adventista debe permanecer en un estado de trágica confusión.
Ellen White discernió en ese mensaje un elemento único:
Presentaba la justificación por la fe en el Garante; invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que se manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios... Por eso Dios entregó a sus siervos un testimonio que presentaba con contornos claros y distintos la verdad como es en Jesús, que es el mensaje del tercer ángel... Presenta la ley y el evangelio, vinculando ambas cosas en un conjunto perfecto" (Testimonios para los ministros, 91-92. Original sin cursivas).
El concepto de Jones y Waggoner de la justificación por la fe entendida como “hacer justo”, no era la idea católica de una justicia infusa vertida en el “santo”, creando un mérito intrínseco en la persona misma, de manera que los continuos actos de pecado dejarían de ser pecaminosos en virtud del mérito personal del receptor. La noción católica romana (ampliamente sostenida también por otros) es que el pecado deja de ser pecaminoso en el “santo”. Una vez que se ha producido la justificación sacramental (o legal), la “concupiscencia” deja ya de ser un mal merecedor del juicio.
La enseñanza de Jones y Waggoner era que la verdadera justificación por la fe hace justo al creyente, en el sentido de que lo reconcilia con Dios, convirtiéndolo así en un obediente hacedor de la ley. ¡Y eso ocurre antes de lo que comúnmente entendíamos por santificación! Ese mensaje escandalizó al “adventismo histórico”.
Como ya se ha visto, los mensajeros de Minneapolis expusieron claramente que millones de años de supuesta obediencia por parte del pecador arrepentido no podrían jamás expiar su pecado. Una cosa tal nunca tuvo, ni tendrá ni una tilde de mérito. Pero la fe en Cristo lo libra de su cautividad a la desobediencia a la ley, colocándolo en el camino de la obediencia. La fe que opera en la genuina justificación por la fe, es una fe que obra, y la expiación no puede ser una verdadera reconciliación con Dios a menos que efectúe igualmente una reconciliación con el carácter de Dios. Y eso significa inmediatamente obediencia de corazón a su santa ley. Toda pretendida justificación por la fe que declara justo a un hombre mientras continúa deliberadamente desobedeciendo la ley de Dios, es una mentira y distorsiona ambas cosas: la justificación y la fe, y no comprende ninguna de las dos.
Los mensajeros de 1888 presentaron el tema con claridad:
Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados [hechos justos o hacedores de la ley] gratuitamente por su gracia (Rom 3:23-24). Nadie tiene en sí mismo nada a partir de lo cual pueda producirse la justicia. Por lo tanto, la justicia de Dios es puesta literalmente, en y sobre todos los que creen. Son así tanto vestidos con justicia como llenos de ella, de acuerdo con la Escritura. De hecho, vienen a ser “la justicia de Dios” en Cristo. ¿Cómo se efectúa eso? Dios declara su justicia sobre aquel que cree. Declarar es hablar. Por tanto, Dios habla al pecador... y le dice: “Tú eres justo”. Inmediatamente, ese pecador que cree, deja de ser un pecador, para ser la justicia de Dios. La palabra de Dios que declara justicia, lleva en sí misma la justicia, y tan pronto como el pecador cree y recibe esa palabra en su propio corazón por la fe, en ese momento tiene la justicia de Dios en su corazón; y puesto que del corazón mana la vida, sucede que en él se inicia una nueva vida, y esa vida lo es de obediencia a los mandamientos de Dios…
El Señor nunca se equivoca en sus cuentas. Cuando la fe de Abraham le fue contada por justicia, lo fue porque era realmente justicia. ¿Cómo? Abraham, al edificar sobre Dios, construyó en justicia perdurable... Se hizo uno con el Señor, y así la justicia del Señor vino a ser la suya propia (Waggoner. The Gospel in Creation, 1894, 26-28 y 35. Corchetes figuran en el original).
La justificación tiene que ver con la ley. El término significa “hacer justo”. Leemos en Romanos 2:13, que “no los oidores de la ley son justos para con Dios, mas los hacedores serán justificados”. El hombre justo, por lo tanto, es el que cumple la ley. Ser justo significa ser recto. Por lo tanto, ya que el hombre justo es el hacedor de la ley, se deduce que justificar a un hombre -esto es, hacerlo justo- es hacerlo un cumplidor de la ley.
Ser justificado por la fe es, pues, sencillamente ser hacedor de la ley por la fe...
Dios justifica al impío (Rom 4:5) ¿Es esto justo? Ciertamente lo es. No significa que pretenda ignorar las faltas del hombre, de manera que sea contado como justo aun siendo en realidad impío; significa que el Señor convierte a ese hombre en un cumplidor de la ley. En el mismo momento en que Dios declara justo a un hombre impío, este viene a ser un hacedor de la ley. Ciertamente es una obra justa y buena, tanto como misericordiosa...
Salta pues a la vista que no cabe un estado más elevado que el de la justificación. La justificación obra todo cuanto Dios puede hacer por el hombre, a excepción de hacerlo inmortal –que tiene lugar en la resurrección... Deben ejercerse continuamente fe y sumisión a Dios a fin de retener la justicia, a fin de continuar siendo un hacedor de la ley [ver I MS, 429].
Eso le permite a uno ver claramente la fuerza de esas palabras: “¿Luego deshacemos la ley por la fe? En ninguna manera; antes establecemos la ley” (Rom 3:31). Esto es: en lugar de quebrantar la ley y dejarla sin efecto en nuestras vidas, la establecemos en nuestro corazón por la fe. Esto es así porque la fe trae a Cristo al corazón, y la ley de Dios está en el corazón de Cristo. Así, “como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos” (Rom 5:19). Este Uno que obedece es el Señor Jesucristo, y su obediencia es efectiva en el corazón de todo aquel que cree. Dado que es solamente por su obediencia como los hombres son hechos guardadores de la ley, a él sea la gloria por los siglos de los siglos (Waggoner, Signs of the Times, 1 mayo 1893).
Quizá podamos empezar a comprender la razón del entusiasmo que el mensaje causó en Ellen White. Esta reconoció que allí radicaba el “cómo” de lo expuesto en Apocalipsis 14, que describe al pueblo de Dios de los últimos días así: “Los que guardan los mandamientos de Dios”. Cuando hablaba de la justicia de Cristo imputada por la fe, se refería precisamente a lo anterior (1). Se guardaba específicamente de enseñar una mera transacción registral ficticia. Por el contrario, hablaba de algo real, una “fe que obra por el amor”. Cuando Ellen White escribió el manuscrito titulado “Peligro de nociones falsas sobre la justificación por la fe”, no fue para refutar el mensaje de Jones y Waggoner. Ella sustentaba ese mensaje. Lo que refutó fue los conceptos ficticios y legalistas sobre la justificación, opuestos al mensaje:
Se me ha presentado una vez tras otra el peligro de albergar, como pueblo, ideas falsas sobre la justificación por la fe. Durante años se me ha mostrado que Satanás trabajaría de una forma especial para confundir la mente en este punto... El punto sobre el que mi mente ha sido urgida durante años es la justicia imputada de Cristo... He hecho de ella el tema de casi todo discurso y charla pronunciados.
Examinando mis escritos de hace 15 y 20 años constato que presentan el asunto en esa misma luz... principios vivientes de piedad práctica...
[Los pastores] deben mantener ese asunto -la sencillez de la verdadera piedad- claramente ante la gente en todo discurso... Los hombres están habituados a glorificar y exaltar a los hombres. Me hace estremecer el ver y oír hablar de eso, ya que se me ha revelado que en no pocos casos la vida familiar y la obra interna de los corazones de esos mismos hombres estaba llena de egoísmo. Son corruptos, contaminados, viles; y nada que se relacione con sus actos puede ser aprobado por Dios, pues todo cuanto hacen es una abominación a su vista. No puede haber verdadera conversión sin abandono del pecado, y no se discierne el grave carácter del pecado...
Hay peligro en ver la justificación por la fe como poniendo mérito en la fe... ¿Qué es fe? (2)... Es un asentimiento a la comprensión de las palabras de Dios que constriñe el corazón en consagración y servicio voluntarios a Dios, quien dio la comprensión, quien tocó el corazón, quien dirigió la mente desde el principio para contemplar a Cristo en la cruz del Calvario...
La ley de la acción humana y divina convierte al receptor en obrero juntamente con Dios. Lleva al hombre hasta donde este puede, unido con la divinidad, obrar las obras de Dios... El poder divino y el agente humano combinados triunfarán plenamente, ya que la justicia de Cristo lo cumple todo (Manuscrito 36, 1890).
Tenemos aquí una exposición en completa armonía con la de los mensajeros de 1888. Ellen White reconoció la nueva luz enviada por el Señor con el fin de preparar a un pueblo para la venida de Cristo. En el mismo manuscrito expuso claramente cómo el concepto popular de la justificación por la fe, propio de las iglesias guardadoras del domingo, traiciona le plenitud de la verdad:
Mientras que una clase pervierte la doctrina de la justificación por la fe y es negligente en cumplir las condiciones especificadas en la Palabra de Dios: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”, el error no es menos grave por parte de quienes profesan creer y obedecer los mandamientos de Dios, pero que se colocan en oposición a los preciosos rayos de luz -nueva luz para ellos- irradiada desde la cruz del Calvario...
Hombres sin convertir han dirigido sermones desde el púlpito. Sus propios corazones no han experimentado nunca, por medio de una fe viviente, que confía y se aferra, la dulce evidencia del perdón de sus pecados. ¿Cómo pues pueden predicar el amor, la simpatía, el perdón de Dios hacia todos los pecados? ¿Cómo pueden decir: “Mirad y vivid”? Mirando a la cruz del Calvario experimentaréis un deseo de llevar la cruz... ¿Puede alguien mirar y contemplar el sacrificio del amado Hijo de Dios sin que su corazón sea quebrantado y subyugado, dispuesto a rendir a Dios corazón y alma?
Que ese punto quede firmemente establecido en toda mente: si aceptamos a Cristo como Redentor, lo debemos aceptar como Soberano. No podemos tener la seguridad y perfecta confianza en Cristo como nuestro Salvador hasta que lo reconozcamos como nuestro Rey y seamos obedientes a sus mandamientos... Tenemos entonces el sello de autenticidad de nuestra fe, ya que es una fe que obra; que obra por el amor (Id.)
A fin de captar el mensaje de 1888, es crucial entender la fe según la comprendió Ellen White. En la Review and Herald del 24 de julio de 1888 expresó una maravillosa definición de la fe:
Puede decir que cree en Jesús cuando tiene una apreciación del costo de la salvación. Puede decir que cree, cuando siente que Jesús murió por usted en la cruel cruz del Calvario; cuando tiene una fe inteligente, que discierne que su muerte hace posible que usted deje de pecar, y que perfeccione un carácter justo mediante la gracia de Dios, que le es otorgada como la adquisición de la sangre de Cristo.
¿Es bíblicamente correcta esa noción de la justificación por la fe? Echemos un vistazo a algunos pasajes de la Escritura:
1. Hay una justificación legal o judicial (forense) que se aplica a “todos los hombres” de forma temporal:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito... Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para que condene al mundo, mas para que el mundo sea salvo por él... Porque la luz vino al mundo... (Juan 3:16-19).
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres... Aquél era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Juan 1:4-9).
Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados, y puso en nosotros la palabra de la reconciliación (2 Cor 5:19).
...nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte, y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio (2 Tim 1:10).
...si uno murió por todos, luego todos son muertos; y por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí... (2 Cor 5:14-15).
Cristo, cuando aún éramos flacos, a su debido tiempo murió por los impíos... siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros... si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo... si por el delito de aquel uno murieron los muchos, mucho más abundó la gracia de Dios a los muchos, y el don por la gracia de un hombre, Jesucristo... de la manera que por un delito vino la culpa [el juicio] a todos los hombres para condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación de vida (Rom 5:6-18).
Jones y Waggoner vieron en esos textos muy buenas nuevas:
Al darse a sí mismo al mundo, Cristo hizo algo por todo ser humano. Su infinito sacrificio trajo a la luz dos dones: la vida y la inmortalidad.
Waggoner dijo a propósito de Romanos 5:18:
No hay aquí excepción alguna. Lo mismo que la condenación vino a todos los hombres, así viene a todos la justificación. Cristo gustó la muerte por todo ser humano. Se dio a sí mismo por todos. Más aún, se dio a sí mismo a todo hombre. El don gratuito vino a todos. El hecho de que es un don gratuito demuestra que no hay excepciones. Si hubiese venido solamente sobre quienes estuviesen en posesión de cierta calificación especial, entonces dejaría de ser un don gratuito.
Por lo tanto, es un hecho plenamente establecido en la Biblia, que el don de la justicia y vida en Cristo vino a todo hombre sobre la tierra. No hay la más mínima razón por la que cualquier hombre que jamás haya vivido no pueda ser salvo para vida eterna, excepto porque no la quiera recibir. Muchos pisotean el don ofrecido tan generosamente (Waggoner, Signs of the Times, 12 marzo 1896; Carta a los Romanos, 120-121).
Jones coincidía plenamente:
¿Es tan abarcante la justicia del segundo Adán, como el pecado del primer Adán? Examinemos atentamente el asunto. Todos estábamos incluidos en el primer Adán… sin nuestro consentimiento… Jesucristo, el segundo hombre… nos afectó “en todo punto”… Por lo tanto, de igual manera en que el primer Adán afecta al hombre, así lo hace el segundo Adán. El primer Adán llevó al hombre bajo la condenación del pecado, hasta la muerte; la justicia del segundo Adán revierte lo anterior, y hace nuevamente vivir a todo hombre… Jesucristo nos ha liberado del pecado y la muerte que vino sobre nosotros desde el primer Adán. Esa libertad es para todo hombre, y todos pueden tenerla mediante la elección" (Jones, General Conference Bulletin, 1895, p. 268 y 269).
Se ha dado vida al ser humano, a todo el que viene a este mundo, crea o no crea en Cristo, sepa o no de él. “Uno murió por todos”, y de no haber sucedido así, todos estarían muertos. Desde la caída de Adán, ningún hombre ha efectuado una sola inspiración de aire, que no sea en virtud del don que proviene del sacrificio de Cristo. Todo hombre debe incluso su existencia física a Cristo, y está infinita y eternamente en deuda con él por absolutamente todo cuanto es y tiene, con la única excepción de su muerte. “La cruz del Calvario está estampada en cada pan. Está reflejada en cada manantial” (El Deseado de todas las gentes, 615).
Cristo es “la luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9). “Nadie, santo o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo” (El Deseado de todas las gentes, 615). “Nadie, santo o pecador”, ha disfrutado jamás de un solo momento gozoso, de una simple sonrisa feliz en este mundo, si no es como una compra de la sangre de Cristo, bien sea que conozca o que ignore la Fuente de esa felicidad. “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”, y de esa forma “el castigo de nuestra paz [fue] sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isa 53:6 y 5). “Vuestro Padre que está en los cielos … hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos” (Mat 5:45).
Pero dado que ningún hombre merece otra cosa que no sea la condenación y la muerte, es solamente “por la gracia de Dios” y “por el don de la gracia” por lo que la vida humana “abundó... a los muchos” (Rom 5:15). El sacrificio de Cristo ha sido ya eficaz para todo hombre, puesto que “siendo aún pecadores [enemigos], Cristo murió por nosotros” (Rom 5:8). Por lo tanto, sea cual fuere lo que Adán transmitió a su posteridad, Cristo lo revirtió. Él murió por los impíos. Es la única razón por la que puede continuar la vida humana.
Exactamente de la misma forma en que la ofensa abundó, “vino la gracia a todos los hombres para justificación de vida” (Rom 5:18). La expresión “los muchos”, de Romanos 5:15, se refiere evidentemente a los que están sujetos a la muerte, es decir, a “todos”. En ese versículo, “la gracia de Dios”, la justificación (vers. 16), se concede igualmente a “los muchos”, que no pueden ser otros que los “todos”. Así, el versículo 18 resume el pasaje afirmando que precisamente de la manera en que el pecado de Adán trajo “condenación” a todos los hombres, así también el sacrificio de Cristo trajo un “veredicto de absolución”, o de justificación a esos mismos “todos los hombres”. Esas buenas nuevas de la Biblia causan un impacto poderoso en el corazón humano, motivando a la obediencia.
Por lo tanto, el evangelio no enseña que el hombre será justificado si hace algo previamente, incluso aunque ese algo consista en creer. El evangelio enseña a todos los hombres que fueron ya justificados desde el punto de vista legal o judicial. “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados” (2 Cor 5:19), y nuestra obra consiste en ejercer el ministerio de la reconciliación y hablar a los demás en consecuencia. Nos encomendó la palabra de la reconciliación: la proclamación de las buenas nuevas de cuanto sucedió ya (las “nuevas”, o noticias, no nos suelen decir lo que va a suceder, sino que nos informan más bien de lo que ya ha sucedido).
Se deduce que la gran diferencia entre un santo y un pagano es que el primero ha oído y creído las buenas nuevas, mientras que el segundo, o bien no las ha oído, o no las ha creído. El Señor obra activamente por la salvación de todos los hombres, y “quiere que todos los hombres sean salvos” (1 Tim 2:4). Todos cuantos no lo resistan, serán atraídos a él (desde luego, es posible resistirlo, como hace una gran mayoría para su perdición).
2. Jones y Waggoner basaron su comprensión de la justificación por la fe en esta verdad: una apreciación sincera del don y sacrificio de Cristo obra inmediatamente una transformación en la vida. Esa transformación del corazón no es de ningún modo la salvación por las obras. Ni es justicia inherente o infusa como enseñó el Concilio de Trento. La fe misma implica un cambio en el corazón. Quien era enemigo de Dios, se convierte realmente en un amigo por medio de la fe. En eso consiste recibir la reconciliación o expiación (Rom 5:11). La comprensión de 1888 de la fe, está fundada en la definición del propio Jesús:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado [no dice prestado] a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).
Mas ahora, sin la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, testificada por la ley y los profetas: la justicia de Dios por la fe de Jesucristo, para todos los que creen en él; porque no hay diferencia; por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios; siendo justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús; al cual Dios ha propuesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, atento a haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar su justicia en este tiempo: para que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Rom 3:21-26).
Creyó Abraham a Dios, y le fue atribuido a justicia... mas al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia... Por lo cual también [el creer] le fue atribuido a justicia (Rom 4:3-5 y 22).
Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo (Rom 5:1).
Mas la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo?... O ¿quién descenderá al abismo?... Mas ¿qué dice? Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de la fe, la cual predicamos: Que si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia... Luego la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios (Rom 10:6-17).
El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo... Porque yo por la ley soy muerto a la ley, para vivir a Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí: y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No desecho la gracia de Dios: porque si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo... los que son de fe, los tales son hijos de Abraham... Antes que viniese la fe, estábamos guardados bajo la ley, encerrados para aquella fe que había de ser descubierta. De manera que la ley nuestro ayo fue para llevarnos a Cristo, para que fuésemos justificados por la fe... Nosotros por el Espíritu esperamos la esperanza de la justicia por la fe... la fe que obra por la caridad (Gál 2:16-5:6).
Jones y Waggoner comprendieron así esos pasajes:
La fe es la única respuesta adecuada del corazón humano frente al amor de Dios. La fe no puede ser un mero asentimiento intelectual a la sana doctrina, ni un afán egocéntrico por seguridad. La fe viene por la proclamación de la palabra de la cruz. Es la aceptación de corazón de este llamado: “Reconciliaos con Dios” (2 Cor 5:20), en directa respuesta a la expiación en el sacrificio de Cristo. Dios obra el querer y el hacer; nosotros elegimos creer.
Como consecuencia, la apreciación profunda y sincera de la justificación legal (o judicial) realizada en el sacrificio de Cristo, constituye la experiencia de la justificación por la fe. Nuestro Salvador Jesucristo “sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Tim 1:10). La vida a todos los hombres. La inmortalidad, solamente a aquellos que creen.
Una fe tal significa una crucifixión del yo con Cristo. Obras aparte, y deseos de recompensa personal aparte, el creyente se identifica con Cristo en la cruz.
Cuando miro la grandiosa cruz
en la que el Príncipe de gloria murió,
cuento por pérdida mis ganancias,
y me avergüenzo de mi orgullo.
La rendición del yo pasa, de ser una lucha dolorosa, a ser un gozoso acto voluntario de reconocimiento e identificación. Permítase simplemente que brille el amor de Dios, proclámese el evangelio en su pureza, libre de adulteración, y el alma que crea no encontrará difícil ningún sacrificio hecho por Cristo.
Siendo que toda la creación
sería un tributo demasiado pequeño;
un amor tan excelso, tan divino,
demanda toda mi vida, mi alma, mi todo.
Así, el que Dios justifique al impío no significa que el corazón del creyente permanezca en un estado de enemistad y desavenencia con Dios. Hay un cambio en el corazón en el momento en que la persona cree. ¡Creer es el cambio de corazón! Cuando el impío es justificado por la fe, su corazón queda subyugado. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Este texto de 2 Corintios 5:17 describe la justificación por la fe. Ellen White habla en estos términos de la magna dimensión de la fe:
La fe esencial para la salvación no es una mera fe nominal, sino un principio permanente, que se apropia del poder vital de Cristo. Lleva al alma a sentir hasta tal punto el amor de Cristo, que el carácter se refinará, purificará y ennoblecerá. Esa fe en Cristo no es un simple impulso, sino un poder que obra por el amor y purifica el alma (Review and Herald, 14 agosto 1891. Original sin atributo de cursivas).
3. El mensaje va mucho más allá de la comprensión habitual según la cual la justificación por la fe consiste en el perdón por los pecados pasados, sin existir cambio alguno en el corazón hasta que comienza a tener lugar la “santificación”. El mérito sobre el que descansa la justificación por la fe no está nunca en el creyente, pero dicha justificación se hace evidente en el creyente: el yo queda crucificado con Cristo (Gál 2:20). Es por eso que la justificación por la fe depende de la justificación legal efectuada en la cruz en favor de todos los hombres. La genuina santificación consiste en la siempre creciente experiencia de progresión en la justificación por la fe.
“Es pues la fe la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven” (Heb 11:1). Esta definición de la fe se comprende mejor a la luz de la imputación de la justicia de Cristo: si el pecador ejerce fe, Dios la acepta como un pago previo a cuenta: la sustancia de las cosas que Dios espera. Solamente comprendiendo la verdadera fe como describe el Nuevo Testamento puede hacerse efectiva esa magnífica imputación (Rom 3:25).
Dios no puede permitir al pecador entrar en el cielo si mancha su carácter el más leve rastro de pecado, porque la admisión de una cantidad tan pequeña como una semilla, germinaría y crecería hasta contaminar el universo de nuevo. Pero si Dios esperase a que el pecador fuese santificado antes de justificarlo, toda la eternidad no bastaría para lograrlo. Y si él perdonara el pecado en el mero sentido de dejarlo pasar, de ignorarlo, admitiendo al pecador en el cielo en un estado de incredulidad, lo que haría en realidad es perpetuar el pecado y arrojar desprecio sobre el sacrificio de su propio Hijo.
Pero, dejando aparte cualquier clase de obras, Dios puede ser justo y el que justifica al pecador que tiene fe, ya que la fe es la verdadera apreciación profunda y sincera de la justicia de Dios, efectuada al establecer a Cristo a modo de “propiciación por la fe en su sangre”. Si no hubiese derramamiento de sangre ni cruz, entonces no podría haber base legal para la justificación ni tampoco fe por parte del pecador. La sangre efectúa una expiación tanto objetiva como subjetiva.
Esa no es la “teoría de la influencia moral” de la expiación, ya que esa sangre “habla” al corazón humano que se arrepiente. Es así como la verdadera justificación por la fe “abate en el polvo la gloria del hombre”.
En esa fe, como en un grano de mostaza, radica “la sustancia de las cosas que se esperan”.
Dios se deleita en mirarla. Dice: “Es suficiente”, y la cuenta como justicia.
La postura de la Reforma estaba necesariamente limitada, en razón de la mentalidad egocéntrica prevaleciente en esa época. Los reformadores abrazaron la doctrina papal de la inmortalidad del alma, (3) razón por la que fueron incapaces de escapar de esa mente restringida. Pero por vez primera en la historia del adventismo, y quizá también en la del cristianismo (contando a partir de los apóstoles), Jones y Waggoner rompieron la servidumbre al yugo de la preocupación egocéntrica. Comenzaron a sentir una motivación superior, verdaderamente centrada en Cristo. Esa más amplia visión fue posible para ellos, no gracias a la lectura esmerada de las obras de los reformadores protestantes o de los evangélicos de la época, sino por su conocimiento de la distinta y singular comprensión adventista de la purificación del santuario.
Todo cuanto debieron hacer fue correlacionar la doctrina (de otra forma, estéril doctrina) de la purificación del santuario, con los conceptos neotestamentarios de la justificación por la fe, descubriendo el mensaje que produjo en Ellen White el entusiasta reconocimiento: “Cada fibra de mi corazón decía Amén” (Manuscrito 5, 1889).
Si bien las obras no añaden nada a esa justificación por la fe, son inherentes a la fe misma. La fe obra por el amor. Jones y Waggoner enfatizaron que la salvación es sólo por la fe, pero la fe que predicaron es la fe que obra, y “obra” no es aquí un sustantivo, sino un verbo. Si uno posee la palabra de capital importancia -en la frase de la experiencia cristiana-, no hay límite a los sustantivos en los que se materializará, conduciendo al creyente y al cuerpo de la iglesia, a una preparación cabal para la traslación en la venida del Señor.
Es por eso que Waggoner afirmó que “no cabe un estado más elevado que el de la justificación”. La santificación es la progresión y constante profundización en la realidad de la justificación por la fe. Nunca dejaremos de ser justificados por la fe (esto es, hechos obedientes a la ley de Dios) hasta el momento de la glorificación. No se trata de “buscar pelos” en distinciones sutiles entre justificación y santificación, y menos aún en considerar “anatema” las posturas de cristianos que no coinciden con la nuestra al definir el lugar exacto en que está la línea que separa ambas. Nadie pretenderá estar totalmente santificado por la fe: la pretensión de tal cosa negaría inmediatamente la realidad de la justificación por la fe. En todos y cada uno de los momentos desde el principio de la conversión, hasta la gloriosa experiencia de encontrar al Señor en las nubes en su venida, el creyente confía solamente en la justicia imputada de Cristo.
Puesto que yo, extraviado y perdido,
hallé perdón en su nombre y palabra;
en otra cosa jamás me gloríe
sino en la cruz de Cristo mi Señor
El mensaje de Jones y Waggoner trascendió la preocupación egocéntrica basada en nuestra inseguridad, y la transformó en una preocupación de orden superior por el honor y la vindicación de Cristo en la resolución del gran conflicto de los siglos. Así, el foco se desplazó desde la preocupación por la propia salvación de uno mismo, dependiente de la justicia imputada, hacia el deseo, en un orden superior, de que Cristo se goce al ver en su pueblo una demostración de la justicia impartida. [Nota: El uso que hizo Ellen White de imputada no se limita a una mera declaración legal exterior al creyente. Por ejemplo, considérese esta declaración, hecha en el clímax de la presentación del mensaje de 1888:
La justicia imputada de Cristo significa santidad, rectitud, pureza. Si no nos fuese imputada la justicia de Cristo, no podríamos experimentar arrepentimiento aceptable. La justicia, morando en nosotros por la fe, consiste en amor, tolerancia, mansedumbre y todas las virtudes cristianas. Se da acogida a la justicia de Cristo y viene a ser una parte de nuestro ser. Todos cuantos posean esa justicia obrarán la justicia de Dios... El manto de la justicia de Cristo no cubre jamás los pecados acariciados. Nadie podrá entrar en las cenas de boda del Cordero sin llevar puestas las vestiduras de boda, que es la justicia de Cristo (Carta 1e, 14 enero 1890).
Su repetida frase relativa a Cristo como nuestro “sustituto y garantía” no implica la postura popular llamada “de la Reforma”, limitada a una sustitución legal o judicial:
No debemos colocar la obediencia de Cristo en sí misma como algo para lo cual estuviera particularmente adaptado por su peculiar naturaleza divina, ya que se tuvo ante Dios como el representante del hombre, y fue tentado como el sustituto y garantía del hombre" (Manuscrito 1, 1892).
Esa nueva motivación está infinitamente alejada de la herejía del “perfeccionismo”. Comentando el mensaje de 1888, Ellen White dijo que la justicia imputada es nuestro “título al cielo”, mientras que la impartida es nuestra “idoneidad para el cielo” (Review and Herald, 4 junio 1895. También Mensajes para los jóvenes, 32. Esa terminología fue previamente empleada por John Wesley, Works, Sermon 127, 1790, “On the Wedding Garment” [ataviados para las bodas]). El gran reloj de Dios marcó solemnemente la hora que nunca antes sonara en los días de los reformadores del siglo XVI. La hora era avanzada, y había llegado el tiempo de que una Voz se dispusiese a proclamar: “Consumado es”.
Cuando nos postramos humildemente a los pies de la cruz donde Cristo murió, venimos a ser todos como niños en lo referente a la limitada comprensión de su glorioso significado. El orgullo personal y denominacional que impregna nuestra vida como iglesia, la tendencia constante a honrar y glorificar a los hombres y mujeres falibles, nuestra adhesión a los placeres y las cosas del mundo, son todos ellos indicadores de cuán poco comprendemos o apreciamos la verdadera justificación por la fe.
El remedio no es encontrar algo más que hacer en el sentido de más obras, sino algo que creer. Y nadie puede creer si no es con el corazón contrito, quebrantado. Nuestra historia pasada y presente nos revela que aún no hemos aprendido la lección suprema:
Mas lejos esté de mí el gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo (Gál 6:14).
Hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con altivez de palabra, o de sabiduría, a anunciaros el testimonio de Cristo. Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado (1 Cor 2:1-2).