Lecciones de la Biblia, Profecías, Justicia Por La Fe
Guía abreviada del mensaje de 1888
Importancia de su comprensión
Hay una inquietud creciente que asalta a muchos: ‘¿Es tan importante el mensaje de 1888 como para que le dedique mi tiempo?’
-Sí; lo es. Es aquello por lo que está clamando el hambriento corazón de todo el que espera la segunda venida en el mundo entero. ¿Cuál es la razón por la que impacta tan intensamente?: Ese mensaje fue “el comienzo” de una explosión rebosante del Espíritu, sin precedentes desde los días de Pentecostés. Fue el inicio de “los aguaceros de la lluvia tardía provenientes del cielo”. Era el refrigerio de las buenas nuevas que ansiaban por doquier los corazones enfermos de sequía.
“La tierra” iba a ser “alumbrada de su gloria”. Efectivamente, una luz debe alumbrar el Islam, el hinduismo, el catolicismo, el protestantismo y el paganismo. “Otra voz del cielo” debe abrirse paso hasta cada alma humana: “Salid de ella [Babilonia], pueblo mío”, dando cumplimiento a la tan esperada profecía de Apocalipsis 18. Nuestro emblema debería incluir un “poderoso” cuarto ángel, junto a los tres habituales en las fachadas de iglesias y escuelas.
¿Es tan importante el mensaje? Desde que los apóstoles del primer siglo revolucionaron “todo el mundo” (Hechos 17:6), ningún mensaje ha cumplido una obra tal, si bien el “clamor de media noche” de 1844 le estuvo cerca. El Señor tenía la determinación de preparar a un pueblo allí mismo para enfrentar los últimos acontecimientos de la historia. La orden del día no era prepararse para la muerte, sino prepararse para la traslación.
Más de cien años después, lo menos que cabe decir es que resulta inquietante.
Pero el mensaje del Señor no consistía en una aterradora exigencia: “¡Haced lo imposible!” No era un viaje hacia el “hágalo usted mismo” motivado por el temor, sino que era una experiencia de fe. Como el rocío al descender sobre los campos sedientos, el mensaje fue una refrescante lluvia de gracia que “sobreabundó” mucho más que todo el abundante pecado que el diablo pueda inventar. Cautivaba el corazón. Comenzó a propagarse el resplandor de una gozosa esperanza, al apreciar el carácter de Dios de una forma distinta. Ellen White lo describió como si al doblar una esquina se encontrase uno cara a cara con Jesús sonriéndole, no frunciendo el ceño: “Un Salvador cercano, al alcance de la mano; no alejado”, que nos tomara por la mano y dijese: “¡Ven! ¡Vamos al cielo!” Las buenas nuevas de la Biblia encendieron una luz maravillosa en los corazones desanimados. ¡Fue sorprendente! Los adolescentes eran ganados al evangelio. Dios no estaba procurando impedirle a uno la entrada al cielo, sino preparándolo para ir allí. Cada oscura página de la Biblia comenzó a iluminarse con la luz de las buenas nuevas.
¿No debiéramos haber recibido un mensaje tal con alegría desbordante? -Ciertamente. También las nuevas de los pastores sobre el nacimiento del Mesías en Belén deberían haber hecho venir a los sacerdotes en masa desde Jerusalem, para darle la bienvenida. Pero lo mismo que a ellos, “nos” sucedió algo extraño. Excepción hecha de una pequeña minoría de oyentes, el mensaje tuvo la misma acogida por “nuestra” parte hace cien años, que la que tuvo Jesús por parte de los judíos hace dos milenios. Una pluma inspirada escribió que de haberse hallado Cristo físicamente allí, lo “habríamos” tratado tal como hicieron los judíos.
¿En qué consistió el mensaje propiamente dicho?
¿Fue meramente la enseñanza habitual evangélica que hemos oído durante toda la vida? ‘Jesús me ama; lo sé. Debemos procurar ser buenos. Pecamos, y Jesús nos perdona, ¿por qué reinventar la rueda?’ Algunos de nuestros propios teólogos han pensado sinceramente que el mensaje de 1888 no era sino un renovado énfasis en las enseñanzas de la Reforma del siglo XVI, o de las de los grupos evangélicos de nuestros días.
Pero tras la superficie se esconde algo bien diferente. Ellen White comprendió que el mensaje de 1888 fue mucho más allá que la comprensión de las iglesias populares guardadoras del domingo. Era “el mensaje del tercer ángel en verdad”, “nueva luz”, “un mensaje que es verdad actual para este tiempo”, “luz del cielo”, “la luz que ha de alumbrar la tierra con su gloria”. No era solamente que Jesús perdona el pecado; además, él nos salva del poder y esclavitud del pecado, ahora mismo. Hay esperanza hasta para los esclavos de las adicciones. Era el mensaje del más profundo evangelio que el mundo moderno haya oído, ya que se basó en la verdad de la purificación del santuario. He aquí algunas de las ideas prominentes que el mensaje de 1888 recupera:
1. Un enfoque refrescante de la justicia por la fe
La idea predominante hace cien años (y también ahora) era que la justificación por la fe es solamente perdón por los pecados pasados: una maniobra legal por parte de Dios, que lo libra a uno de la culpa, pero que deja al pecador que cree en situación neutra. No hay progreso real en cuanto a vencer el pecado, hasta no tener lugar la santificación. Pero el mensaje de 1888 vio mucho más. Lo que llenó de gozo el corazón de Ellen White cuando oyó el mensaje, es que la justificación hace al creyente obediente a todos los mandamientos de Dios [Testimonios para los ministros, 91-92]. Obra lo que muchos creen que es exclusivo de la santificación. ¡No hace falta esperar a la santificación para saber lo que es guardar esos mandamientos! En la genuina justificación por la fe, el corazón es reconciliado con Dios; no se trata meramente de un acto judicial que declara la absolución de los pecados pasados. Esa mejor comprensión significa que uno disfruta ya de la victoria sobre el pecado, ya que es imposible que el corazón sea reconciliado con Dios sin serlo al mismo tiempo con su santa ley. Esa poderosa verdad de piedad práctica descansa sobre el firme fundamento de otra verdad no menos refrescante:
2. Una nueva perspectiva de la cruz de Cristo
Comenzó en 1882, en una experiencia en la que el joven E.J. Waggoner tuvo una vislumbre de la cruz como centro y sustancia del mensaje del tercer ángel [ver prefacio de El pacto eterno, de E.J. Waggoner]. Cuando Cristo dio su sangre por los pecados del mundo, redimió a la raza humana perdida. Nadie está exento de una implicación íntima, ya que de otro modo no habría sido cierto “que [Cristo] por gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Heb 2:9). En otras palabras: Cristo murió la segunda muerte de toda persona, que es su castigo final por el pecado.
Y realizó todo ello antes de que tuviéramos la mínima oportunidad de decir sí o no. Jesús se implicó a sí mismo con el alma de todo ser humano hasta el nivel más profundo, hasta esa fuente oculta de su miedo íntimo y personal a la muerte eterna. El sacrificio de Cristo lo libra de ese temor, que lo tenía esclavizado “por toda la vida” (vers. 14-15). El pecador puede resistirlo y rechazarlo para su propia perdición, ya que Cristo no fuerza a nadie a ser salvo.
Dice Isaías: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Pablo declara que “es Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen”. Y Juan añade que “él es la propiciación por nuestros pecados: y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (Isa 53:6; 1 Tim 4:10; 1 Juan 2:2).
¿Acaso Cristo no hace nada por nosotros hasta que iniciamos el proceso y lo elegimos como nuestro Salvador personal? ¿Es solamente un Salvador posible, con un gran “si” condicional? ¿Es que el pecador debe hacer primeramente algo, como creer, u obedecer los mandamientos, a fin de convertir a Cristo en su Salvador? ¿Funcionamos acaso como co-salvadores, ayudando a salvarnos a nosotros mismos? El mensaje de 1888 niega tal cosa. El sacrificio de Cristo es más que simplemente provisional. Es efectivo en tanto en cuanto compró nuestra vida actual y todo cuanto poseemos y somos. Más aún: compró la salvación eterna en favor nuestro y nos la dio en el don de sí mismo (El Deseado de todas las gentes, 615), si bien podemos rechazarla a pesar de lo que Cristo cumplió ya.
La parálisis espiritual de la tibieza se origina en lo más hondo de nosotros, cuando concebimos a Cristo como un banco que no hace nada hasta que ingresamos previamente un depósito. Lo convertimos en alguien impersonal, distante. En ese esquema nos corresponde a nosotros dar el primer paso. De esa forma hacemos depender nuestra salvación de nuestra propia iniciativa. Sin embargo, la realidad es que Cristo hizo ya el depósito de vida eterna con todas sus bendiciones, ingresándolos inmerecidamente en nuestra cuenta bancaria. Son ya nuestros “en él”. Hagamos efectivo el cheque y reconozcamos la bendición por la fe. Una fe como esa, “obra por el amor” y produce en sí misma obediencia interna y externa a Aquel que lo dio todo por nosotros. Todo lo anterior está incluido en la experiencia de la justificación por la fe.
La consecuencia es que la única razón por la que alguien puede finalmente perderse, es por haber resistido y rechazado lo que Cristo realizó ya en su favor. Por la incredulidad puede malograr deliberadamente el don que Dios puso en sus manos. Esa incredulidad es el pecado de los pecados, y es el pecado universal del mundo. En otras palabras: todo el que se salve finalmente, lo será debido a la iniciativa de Dios. Si se pierde, se deberá a su propia iniciativa. ¡Se trata de dejar de resistir su gracia! (Las buenas nuevas, Gálatas versículo a versículo, 15-16; El Camino a Cristo, 27).
¿Por qué es tan importante comprender eso? Porque el temor como motivación carece de poder para preparar a un pueblo para el regreso de Cristo. Puede despertar temporalmente a algunos de letargo, pero nada más. Hay una motivación superior que Ellen White describió:
Se nos señala la brevedad del tiempo para estimularnos a buscar la justicia y convertir a Cristo en nuestro amigo. Pero este no es el gran motivo. Tiene sabor a egoísmo. ¿Es necesario que se nos señalen los terrores del día de Dios para compelernos por el miedo a obrar correctamente? Esto no debería ser así. Jesús es atractivo. Está lleno de amor, misericordia y compasión (A fin de conocerle, 323).
No es el temor al castigo o la esperanza de la recompensa eterna lo que induce a los discípulos de Cristo a seguirle. Contemplan el amor incomparable del Salvador, revelado en su peregrinación en la tierra desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario, y la visión del Salvador atrae, enternece y subyuga el alma (El Deseado de todas las gentes, 446).
3. Más buenas nuevas
El sacrificio de Cristo revirtió para todos los hombres la “condenación” que pesaba sobre todos nosotros “en Adán”. Literalmente, salvó al mundo de un suicidio prematuro que el pecado nos habría deparado. La cruz del Calvario está estampada en cada pan. “Nadie, santo o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo” (El Deseado de todas las gentes, 615). Cuando esta gran verdad se clarifica, aparece por doquier en la Biblia:
Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo... y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo (Juan 6:33 y 51).
Pero el delito de Adán no puede compararse con el don que hemos recibido de Dios... El pecado de un solo hombre no puede compararse con el don de Dios, pues por aquel solo pecado vino la condenación, pero por el don de Dios los hombres son declarados libres de sus muchos pecados... Y así como el delito de Adán puso bajo condenación a todos los hombres, el acto justo de Jesucristo ha traído a todos los hombres una vida libre de condenación (Rom 5:15-18, DHH).
¡Una poderosa motivación!
El resultado práctico de creer esas buenas nuevas es que al experimentar la justificación por la fe se produce ya en nosotros un cambio de corazón. Estábamos alejados de Dios, en enemistad con él; ahora lo vemos como a un Amigo. Dicho de otra forma: “Hemos ahora recibido la reconciliación” (Rom 5:7-11), o “hemos llegado a tener paz con Dios” (Id. versión DDH), somos reconciliados con él, recibimos la expiación. ¡Hemos sido redimidos de la muerte eterna! Es como si alguien, estando en un pelotón de fusilamiento, fuese liberado en el último instante. Como dice Pablo: “Presentaos a Dios como vivos de los muertos”. Cuando fluye esa “paz con Dios”, el fatigado corazón se ve libre de la carga. De ahora en adelante no nos parecerá difícil ningún sacrificio hecho para Aquel que sabemos que nos salvó ya de la destrucción misma.
Un amor tal nos mueve a vivir para él, haciendo fácil ser salvo, y difícil perderse. Esa noción rebosante de buenas nuevas, es parte esencial del mensaje de 1888 de la justicia de Cristo (Mat 11:28-30; Hechos 26:14; Lecciones sobre la fe, 9-11, 91-93, 168-170).
¿Parece demasiado bueno para ser cierto? Ellen White amaba profundamente esas buenas nuevas. Su ilustración predilecta era la proclamación de emancipación de los esclavos en la que, bajo el mandato de Abraham Lincoln –el 1º de enero de 1863–, se declaró legalmente libres a todos los esclavos de los territorios confederados. Sin embargo, ninguno de ellos experimentó la libertad hasta que oyó las buenas nuevas, las creyó y obró en consecuencia. Ellen White comprendió que ese mensaje del evangelio significaría el fin de la omnipresente tibieza. El gozo que le produjo, le impedía conciliar el sueño en la noche. (El ministerio de curación, 59; The Ellen G. White 1888 Materials, 217 y 349).
4. Una bendición adicional
Observándola ahora con más detenimiento, la justificación por la fe resulta ser mucho más que una declaración legal de absolución. Siendo que hace obediente a todos los mandamientos de Dios al pecador que cree, la bendición incluye el cuarto mandamiento (el sábado) (Christ and His Righteousness, 51-67; Jones, Review and Herald, 10 noviembre 1896 y 17 enero 1899). El sello de Dios es el secreto para vencer las innumerables adicciones de las que la raza humana pecadora está plagada. Para todo aquel que cree realmente el evangelio, resulta imposible continuar viviendo en pecado, que es transgresión de la ley de Dios [Waggoner, Signs of the Times, 1 mayo 1893]. Muchos sinceros guardadores del domingo se decidirán gozosos a guardar el sábado del séptimo día cuando lo vean en su relación con la justificación por la fe y la purificación del santuario que comenzó en 1844. Se nos señaló que la verdad del sábado no trae convicción a los corazones a menos que se la presente relacionada con la purificación del santuario (ver serie de artículos de Ellen White en Review and Herald, desde enero a abril de 1890; Testimonies vol. I, 337).
5. Pero existe un problema
Todo lo anterior deja todavía una percha donde colgar las dudas, hasta que podamos comprender qué es la fe realmente. ¿Es acaso un deseo egoísta de recompensa celestial, combinado con el afán por escapar al infierno? Todos admitimos que el deseo de poseer una magnífica mansión en esta tierra implica una motivación egocéntrica. Pero cuando uno se hace cristiano, ¿acaso eleva simplemente ese deseo de vivir en la opulencia y el bienestar terrenales, a la expectativa de ocupar una posición todavía mejor en el cielo? De ser así, la motivación sigue estando basada en el propio interés. El interés propio no es capaz de suscitar más que una devoción mesurada, cuya mejor expresión cabe definir en una triste palabra: tibieza (Lecciones sobre la fe, 7-34; El Camino consagrado, 104).
El mensaje de 1888 trajo a la luz una motivación nueva de orden superior: el vivo deseo de honrar y vindicar a Cristo, como ilustra el sentimiento de una novia hacia su prometido. Va más allá de sus propios deseos egoístas. La fe viene a ser una apreciación profunda y sincera del gran amor revelado en la cruz, independiente de nuestro anhelo de recompensa o temor al infierno. Trasciende a toda motivación centrada en el yo.
Una tal “fe... obra por el amor”. No hay límite para las buenas obras, durante toda una vida y por la eternidad.
6. Nuevas aun mejores
Todos nosotros estamos espiritualmente enfermos, y necesitamos un médico para nuestra alma. Jesús tuvo que someterse a una disciplina especial, a fin de cualificarse para ser nuestro gran sumo sacerdote -o psiquiatra divino-:
Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por la muerte [la segunda muerte] al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre... por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados... Porque no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; mas tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado (Heb 2:14-18; 4:15).
El término traducido “destruir”, significa “paralizar”. Cierto: Satanás no está muerto todavía, pero cuando creemos esas buenas nuevas, queda paralizado.
7. Cristo como sumo sacerdote vino tan cerca de nosotros al tomar nuestra naturaleza humana, que conoce plenamente la fuerza de todas nuestras tentaciones
Resistió “hasta la sangre, combatiendo contra el pecado”. Sea cual fuere nuestra tentación, no importa lo bajo que hayamos caído en el pecado, por más terrible que parezca nuestra desesperación, por mucho que nos haya embargado el sentimiento de culpa, “puede también salvar eternamente a los que por medio de él se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos”. Está ocupado en el lugar santísimo del santuario celestial 24 horas al día, y no se duerme jamás (Heb 12:4; 7:25).
Es como si uno fuese el único paciente de ese médico, recibiendo atención plena durante todo el tiempo. ¡Imaginemos ser el único paciente de un hospital, contando con todo el equipo de médicos y enfermeras a nuestra entera disposición! Eso es lo que nos sucede en la unidad de cuidados intensivos de Cristo. Creamos lo maravillosas que son las buenas nuevas, y nuestra vida cambiará desde lo más profundo.
Este capítulo es solamente un breve resumen de las refrescantes buenas nuevas de ese “preciosísimo mensaje”. Los capítulos del libro las exponen con mayor detalle.