Lecciones de la Biblia, Profecías, Justicia Por La Fe
Capítulo 8
¿Se puede vivir sin pecar?
Plantear la pregunta improcedente en el momento inoportuno tiene por resultado la confusión. Allá donde se mencione la vida sin pecado, aparece siempre alguien dispuesto a hacer la pregunta cargada de intención: “¿Vives tú sin pecado?, ¿eres tú perfecto?, ¿me puedes mostrar a alguien (exceptuando a Cristo) que haya sido perfecto?” Más de una vez, la sonrisa adorna el silencio tenso que suele acompañar a esas preguntas burlonas.
Pero eso no incumbe al tema de este capítulo. Incluso para un niño es evidente que jamás un verdadero cristiano se sentirá o declarará perfecto. No fue el orgulloso fariseo quien fue justificado, sino el publicano contrito (evidentemente por la fe, ya que de otra forma no es posible). Y este último oraba así: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Luc 18:13). Hasta que Cristo glorifique a sus santos en la segunda venida, sabrán que “en [ellos], es a saber, en [su] carne, no mora el bien” (Rom 7:18). Ningún verdadero cristiano pretenderá más de lo que expresó Pablo: “No que ya haya alcanzado ni que ya sea perfecto... Hermanos, yo mismo no hago cuenta de haberlo ya alcanzado” (Fil 3:12-13).
Nunca podemos con seguridad poner la confianza en el yo, ni tampoco, estando, como nos hallamos, fuera del cielo, hemos de sentir que nos encontramos seguros contra la tentación... Nuestra única seguridad está en desconfiar constantemente de nosotros mismos y confiar en Cristo (Palabras de vida del gran Maestro, 119-120).
No sólo al comienzo de la vida cristiana ha de hacerse esta renuncia al yo [orgullo y suficiencia propia]. Se la debe renovar a cada paso que se dé hacia el cielo...
Mientras más nos acerquemos a Jesús y más claramente apreciemos la pureza de su carácter, más claramente discerniremos la excesiva pecaminosidad del pecado, y menos nos sentiremos inclinados a ensalzarnos a nosotros mismos (Id. 124).
Hay esfuerzo ferviente desde la cruz hasta la corona. Hay lucha contra el pecado interior. También contienda contra el error del exterior (Review and Herald, 29 noviembre 1887).
Debemos comenzar por hacer la pregunta adecuada en el momento correcto. Y el tiempo correcto es este tiempo de purificación del santuario celestial, mientras nuestro gran Sumo Sacerdote está completando su obra de expiación final. Cristo está por cumplir una obra única en la historia humana, desde que esta comenzó. Si bien ningún hijo de Dios pretenderá haber vencido todo pecado, y si bien es igualmente cierto que no podemos juzgar a ninguna persona del pasado (exceptuando a Cristo) ni del presente, en el sentido de que haya o no vencido como Cristo venció, eso no significa que el ministerio de Cristo en el lugar santísimo vaya a fracasar en obtener dichos resultados. Por mucho que hayamos dejado de vencer en el pasado o el presente, el que nosotros digamos que es imposible vencer el pecado por la fe en el Redentor, es de hecho justificar y fomentar el pecado, y colocarse en el bando del gran enemigo.
Las preguntas que es adecuado plantearse, son: El sacrificio de Cristo como Cordero de Dios, y su ministerio como gran Sumo Sacerdote, ¿son suficientemente poderosos como para salvar a su pueblo de (no en) sus pecados?, ¿es verdaderamente capaz de salvar hasta lo sumo a los que por él se allegan a Dios?, ¿tendrá verdadero éxito en “afinar y limpiar la plata: porque limpiará los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata; y ofrecerán a Jehová ofrenda con justicia”? (Mal 3:3). Cuando venga Cristo por segunda vez, ¿encontrará un pueblo del que en verdad pueda decir “Aquí está la paciencia de los santos; aquí están los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús”?
Si es su voluntad, el Señor “creará una cosa nueva sobre la tierra” (Jer 31:22), y esa cosa nueva va a consistir en la preparación de un pueblo para la segunda venida de Cristo. Por primera vez en la historia humana, se hace el anuncio divino: “Aquí está la paciencia de los santos; aquí están los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús”. El acontecimiento que sigue es la venida del Señor (vers. 12 y 14 de Apoc 14).
Decir que esos santos en realidad no guardan los mandamientos de Dios, sino que simplemente Dios lo presume así, es violar el contexto de los mensajes de los tres ángeles. El cielo declara que “son vírgenes... siguen al Cordero por donde quiera que fuere... en sus bocas no ha sido hallado engaño; porque ellos son sin mácula delante del trono de Dios” (vers. 4-5). Sabemos que tienen naturaleza pecaminosa, “por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom 3:23). Pero la congruencia de la declaración de Apocalipsis 14 exige que la fe de Jesús haya realmente obrado, y hayan cesado de pecar. Vencieron como Cristo venció (Apoc 3:21). Tratar de situar esta descripción de un pueblo victorioso en el futuro posterior a la segunda venida, supone una violación flagrante del contexto. En Apocalipsis 15:2 se contempla el mismo grupo, habiendo obtenido la victoria antes del fin del tiempo de gracia.
Las generaciones anteriores no han sido nunca capaces de comprender claramente la verdad de la perfección cristiana sin caer en los errores del perfeccionismo, debido a que todavía no era la hora de la purificación del santuario. Cuando llegamos a “los días de la voz del séptimo ángel, cuando él comenzare a tocar la trompeta, el misterio de Dios será consumado, como él lo anunció a sus siervos los profetas” (Apoc 10:7). He aquí la contribución especial que el adventismo debe hacer para completar la gran Reforma y el cumplimiento de la comisión evangélica. Debe haber una conjugación de la verdad del santuario celestial y de la verdad de la justificación por la fe. Y es entonces cuando comenzamos a sentir la auténtica significación del mensaje de 1888 tal como el Señor lo envió a su pueblo.
El mensaje de 1888 era un mensaje de gloriosa esperanza, tan exento de fanatismo como de los errores del perfeccionismo. Ambos mensajeros, desde el principio de la era de 1888, fueron claros y categóricos en cuanto a que es posible vivir sin pecar, de que el pueblo de Dios puede vencer como Cristo venció, y que la clave para esa gloriosa posibilidad reside en la fe de su pueblo en el ministerio del gran Sumo Sacerdote en el lugar santísimo.
Las primeras tres frases del libro de Waggoner Cristo y su justicia, resumen claramente su concepto de la vida sin pecado. Constituyen la semilla de una verdad que se desarrolla hasta convertirse en un árbol inmenso:
En el primer versículo del tercer capítulo de Hebreos leemos una exhortación que comprende todo mandato dado al cristiano. Es ésta: “Por lo tanto, hermanos santos, participantes del llamado celestial, considerad al Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos, a Jesús”. Hacer esto tal como indica la Biblia, considerar a Cristo continua e inteligentemente tal como él es, lo transformará a uno en un cristiano perfecto, puesto que “contemplando somos transformados” (2 Cor 3:18).
Edificados sólidamente sobre el concepto de Lutero de la justificación por la fe, Jones y Waggoner establecieron tres elementos esenciales del singular mensaje de los tres ángeles. Este es el sentido en el que el mensaje de 1888 va más allá de lo que los reformadores del siglo XVI fueron capaces de alcanzar en su día:
1. Se hace un llamado al creyente a “considerar atentamente a Jesús, el... sumo sacerdote” en su obra de purificar el santuario en el día antitípico de la expiación que comenzó en 1844.
2. Considerar a Cristo de forma continua e inteligente, tal como él es, es considerar la verdadera enseñanza neotestamentaria de que su papel en tanto que sustituto y ejemplo requiere que tomase la naturaleza del hombre caído, en semejanza de carne de pecado, siendo así poderoso para socorrer a los que son tentados.
3. La fe en un Salvador y Sumo Sacerdote tal, transformará a uno en un cristiano perfecto. Obsérvese la palabra transformará. El verdadero creyente no solamente será tenido o legalmente reconocido por tal, sino que realmente se transformará mediante la fe en un cristiano perfecto.
La enseñanza de Jones estaba en completa armonía con la de Waggoner. En El Camino consagrado a la perfección cristiana, publicado primeramente como artículos de Review and Herald (de 1898 a 1899), se declara sencilla y categóricamente:
Viniendo en la carne -habiendo sido hecho en todas las cosas como nosotros y habiendo sido tentado en todo punto como lo somos nosotros-, se identificó con toda alma humana, precisamente en su situación actual. Y desde el lugar en que esa alma se encuentra, consagró para ella un camino nuevo y vivo a través de las vicisitudes y experiencias de toda una vida, incluida la muerte y la tumba hasta el santo de los santos, para siempre a la diestra de Dios…
Ese “camino” lo consagró para nosotros. Habiéndose hecho uno de nosotros, hizo de ese camino el nuestro; nos pertenece. Ha otorgado a toda alma el divino derecho a transitar por ese camino consagrado; y habiéndolo recorrido él mismo en la carne -en nuestra carne-, ha hecho posible y nos ha asegurado que todo ser humano puede andar por él en todo lo que ese camino significa, y por él acceder plena y libremente al santo de los santos.
[Él] constituyó y consagró un camino por el cual, en él, todo creyente puede, en este mundo y durante toda la vida, vivir una vida santa, inocente, limpia, apartada de los pecadores, y como consecuencia ser hecho con él más sublime que los cielos (Heb 7:26) (p. 76-77).
Se suscita la cuestión inmediatamente: ¿Es lo anterior la herejía del perfeccionismo? Jones aclara que no lo es:
La perfección, la perfección del carácter, es la meta cristiana; perfección lograda en carne humana en este mundo. Cristo la logró en carne humana en este mundo, constituyendo y consagrando así un camino por el cual, en él, todo creyente pueda lograrla. Él, habiéndola obtenido, vino a ser nuestro Sumo Sacerdote en el sacerdocio del verdadero santuario, para que nosotros la podamos obtener (Id.)
Hay que distinguir claramente entre la “perfección de carácter... lograda en carne humana” y el perfeccionismo fanático que pretende la perfección de la carne humana. El perfeccionismo es una herejía que se caracteriza por una o más de las falsas ideas que siguen:
La erradicación de la naturaleza pecaminosa del hombre en cualquier momento anterior a la glorificación, a la segunda venida de Cristo.
La restauración perfecta de los poderes mentales o físicos mientras el hombre es aún mortal.
La perfección de la carne.
La vida sin la gracia habilitadora de Dios.
Una infusión de mérito intrínseco, confiando en una santidad o justicia inherentes.
La pretensión de ser salvo en base a una santidad superior.
La pretensión de poseer o creer en sentimientos o impresiones, que están al margen de la Palabra.
La creencia de que es imposible pecar o caer.
La asunción de que uno está espiritualmente seguro en función de una justificación puramente legal, mientras se continúa viviendo en transgresión de la ley de Dios.
La asunción de que el continuo pecado deja de ser pecaminoso si uno está salvado o santificado.
En el mensaje de 1888 no existe ninguna de esas falsas ideas. Por el contrario, encontramos un llamado definido a la preparación para la segunda venida de Cristo. Ellen White distinguió el llamado. Refiriéndose al mensaje de Jones y Waggoner, dijo:
En su gran misericordia el Señor envió un preciosísimo mensaje a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones. Este mensaje tenía que presentar en forma más destacada ante el mundo al sublime Salvador, el sacrificio por los pecados del mundo entero. Presentaba la justificación por la fe en el Garante; invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que se manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios... Es el mensaje del tercer ángel, que ha de ser proclamado en alta voz y acompañado por el abundante derramamiento de su Espíritu (Testimonios para los ministros, 91-92. Original sin atributo de cursivas).
Ellen White declaró frecuentemente que la causa real del rechazo al mensaje fue un amor secreto al pecado. Waggoner nos dijo que estaba en deuda con Lutero y Wesley por su compresión. Y Wesley enseñó claramente la posibilidad de vida sin pecado, en carne mortal. La terrible oposición de la que fue objeto en su día era una representación de la que deberían afrontar Jones y Waggoner. Wesley dijo en su día acerca de ese conflicto:
Ninguna otra expresión en las Santas Escrituras ha venido ser tan ofensiva como esa. El término perfecto es lo que muchos no pueden soportar. Simplemente nombrarla es una abominación para ellos, y quienquiera que predique la perfección señalando que es posible lograrla en esta vida, incurre en grave riesgo de ser considerado como peor que un pagano o publicano (Works of Wesley, Vol. VI, 1).
“No”, dice un gran hombre [Zinzerdorf], “es el error de los errores: lo aborrezco con toda mi alma. Lo perseguiré por todos los sitios con fuego y espada”. Pero, ¿por qué tanta vehemencia?... ¿Por qué son tan ardientes, casi diré furiosos, los que se oponen (con pocas excepciones) a la salvación del pecado?... En el nombre de Dios, ¿cuál es la razón de ese apego al pecado? ¿Qué ha hecho de bueno por vosotros? ¿Qué de bueno puede hacer por vosotros, en este mundo o en el mundo venidero? ¿Y por qué esa violencia contra los que esperan en la liberación del pecado? (Id. 424).
Probablemente Wesley no llegó en su día a captar hasta la última perspectiva del problema. Pero quienes vivan en los últimos días sabrán lo que significa el dragón “airado contra la mujer; y... [haciendo] guerra contra los otros de la simiente de ella, los cuales guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo”. Lo que pone a Satanás tan furioso es que habrá un pueblo que guardará verdaderamente los mandamientos de Dios.
En realidad, la ley de Dios ha sido desde siempre el centro de la controversia, ya que respecto del hombre caído, el enemigo “declara que nos es imposible obedecer sus preceptos” (El Deseado de todas las gentes, 15). Wesley debió contender con lo mismo con lo que Ellen White declaró que hemos de contender nosotros: “Un extraño poder que se opone a la idea de alcanzar la perfección que Cristo presenta” (Alza tus ojos, 236). Como en la época de Wesley, ella manifestó que muchos pastores repiten las falsedades de Satanás:
Satanás declaró que era imposible para los hijos e hijas de Adán guardar la ley de Dios, acusándolo así de falta de sabiduría y amor. Si no podían guardar la ley, entonces el defecto estaba en el dador de la ley. Los hombres que están bajo el control de Satanás repiten esas acusaciones contra Dios, al aseverar que los hombres no pueden guardar la ley de Dios...
[Pero] Cristo tomó sobre sí la naturaleza humana, y se sujetó a cumplir toda la ley en beneficio de aquellos a quienes representaba. Si hubiese fracasado en una jota o una tilde, habría sido un transgresor de la ley, y habríamos tenido en él una ofrenda pecaminosa, sin valor. Pero él cumplió cada término de la ley, y condenó el pecado en la carne; sin embargo muchos pastores repiten las falsedades de los escribas, sacerdotes y fariseos, y siguen su ejemplo al apartar de la verdad a la gente.
Dios se manifestó en carne para condenar el pecado en la carne, manifestando obediencia perfecta a toda la ley de Dios. Cristo no pecó, ni fue hallado engaño en su boca. No corrompió la naturaleza humana y, aunque en la carne, no transgredió la ley de Dios en ningún particular. Más que esto, eliminó toda excusa que pudiesen esgrimir los hombres caídos para no guardar la ley de Dios...
Este testimonio en relación con Cristo muestra llanamente que condenó el pecado en la carne. Nadie puede decir que está sujeto sin esperanza a la servidumbre del pecado y de Satanás. Cristo asumió la responsabilidad de la raza humana... Testifica que por su justicia imputada el alma creyente obedecerá los mandamientos de Dios (Signs of the Times, 16 julio 1896).
La fecha de esta contundente declaración indica que Ellen White apoyaba con firmeza el mensaje de Jones y Waggoner. Si el mensaje hubiese estado contaminado por el perfeccionismo en la más pequeña medida, ciertamente no lo habría apoyado. Obsérvese que la justicia imputada de Cristo efectúa más que una mera declaración legal: convierte al creyente en obediente.
El cómo de este glorioso logro de la perfección del carácter, lo vemos claramente expresado en algo que Ellen White dijo unos diez años más tarde (1907):
[Cristo] hizo una ofrenda tan completa, que por su gracia todos pueden alcanzar la norma de la perfección. De todos cuantos reciben su gracia y siguen su ejemplo será escrito en el libro de la vida: “Completos en él: sin mancha ni arruga”.
Los seguidores de Cristo deben ser puros y verdaderos en palabra y obra. En este mundo, un mundo de iniquidad y corrupción, los cristianos deben revelar los atributos de Cristo. Todo cuanto hagan y digan debe estar libre de egoísmo. Cristo los quiere presentar ante el Padre “sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante”, purificados por su gracia, llevando su semejanza.
En su gran amor, Cristo se entregó por nosotros... Debemos entregarnos a él. Cuando esa entrega es total, Cristo puede concluir la obra que comenzó en nuestro beneficio mediante la entrega de sí mismo. Entonces nos puede brindar restauración completa (Review and Herald, 30 mayo 1907).
Evidentemente, la perfección de carácter no es simplemente una declaración legal. Es algo que Cristo desea, por lo tanto, no ha sido aún realizado en su pueblo. Hay implicado un factor de tiempo, una condición: “Cuando [nuestra] entrega es total, Cristo puede concluir la obra que comenzó en nuestro beneficio mediante la entrega de sí mismo”. Y esa “entrega total” debe preceder a la “restauración completa”, que incluye la traslación sin ver la muerte.
Es aquí donde entra por derecho propio la auténtica justificación por la fe. No podemos saber cómo efectuar esa entrega total que es tan vitalmente necesaria a menos que comprendamos verdaderamente el evangelio. El mensaje de 1888 fue el comienzo de esa divina provisión para la lluvia tardía.
No es, por lo tanto, maravilla, que Satanás haya odiado tanto el mensaje y se haya opuesto constantemente a él. Su oposición más eficaz es evidentemente por medio de falsificaciones sutiles de la justificación por la fe. Las mismas pueden ser fácilmente desenmascaradas porque invariablemente están traicionadas por un denominador común: la oposición a la ley de Dios. Dicha oposición toma una de estas dos formas: (1) declaran que la ley de Dios ha sido abolida o cambiada, o (2) declaran que la ley de Dios es imposible de obedecer.
De manera que toda pretendida justificación por la fe que se convierta en un manto para cubrir la continua desobediencia a la ley de Dios, es una falsificación. Y todo mensajero que predique una clase de justificación por la fe mientras “infringiere uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñare a los hombres” (Mat 5:19) es un agente del engaño.
¿Enseña la Biblia la posibilidad de vida sin pecado, en nuestra naturaleza pecaminosa? Si Cristo fue enviado en “semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne: para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros”, entonces la respuesta es clara. Cristo es nuestro sustituto y ejemplo. Lo demostró de una vez por todas. “El cual no hizo pecado; ni fue hallado engaño en su boca” (1 Ped 1:22). Y de su pueblo se podrá afirmar que “en sus bocas no ha sido hallado engaño; porque ellos son sin mácula delante del trono de Dios” (Apoc 14:5). “Aquí están los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (vers. 12). Jesús afirma que serán vencedores “como Yo he vencido” (Apoc 3:21). No hay una tilde de perfeccionismo en esta enseñanza bíblica, ya que ningún santo vencerá si no es por la fe en el gran Vencedor, “el autor y consumador de nuestra fe”. Los vencedores no se atribuyen mérito alguno, sino que lo obtienen todo por la fe. “Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. Porque tal pontífice nos convenía: santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Heb 7:25-26).
Si eliminamos el ministerio sacerdotal de Cristo en el lugar santísimo, ese concepto de preparación para la segunda venida desaparece, y el impacto de la Iglesia Adventista se reduce a un eco de “yo también”, junto a las iglesias evangélicas populares. Nuestro singular mensaje se centra en el ministerio sacerdotal de Cristo:
Los que vivan en la tierra cuando cese la intercesión de Cristo en el santuario celestial deberán estar de pie en la presencia del Dios santo sin mediador. Sus vestiduras deberán estar sin mácula; sus caracteres, purificados de todo pecado por la sangre de la aspersión. Por la gracia de Dios y sus propios y diligentes esfuerzos deberán ser vencedores en la lucha con el mal. Mientras se prosigue el juicio investigador en el cielo, mientras que los pecados de los creyentes arrepentidos son quitados del santuario, debe llevarse a cabo una obra especial de purificación, de liberación del pecado, entre el pueblo de Dios en la tierra. Esta obra está presentada con mayor claridad en los mensajes del capítulo 14 del Apocalipsis (El conflicto de los siglos, 478).
No es necesario temblar por tener que permanecer en pie en la presencia del Dios santo sin mediador. Recuérdese que ese Dios santo es el amoroso Padre celestial, nuestro Salvador. ¡No está por la labor de impedirnos la entrada al cielo, sino por la de llevarnos a él!
El Señor tendrá un pueblo que no podrá “ser inducido a ceder a la tentación ni siquiera en pensamiento”:
Ahora, mientras que nuestro gran Sumo Sacerdote está haciendo propiciación por nosotros, debemos tratar de llegar a la perfección en Cristo. Nuestro Salvador no pudo ser inducido a ceder a la tentación ni siquiera en pensamiento. Satanás encuentra en los corazones humanos algún asidero en que hacerse firme; es tal vez algún deseo pecaminoso que se acaricia, por medio del cual la tentación se fortalece. Pero Cristo declaró al hablar de sí mismo: “Viene el príncipe de este mundo; mas no tiene nada en mí” (Juan 14:30). Satanás no pudo encontrar nada en el Hijo de Dios que le permitiese ganar la victoria. Cristo guardó los mandamientos de su Padre y no hubo en él ningún pecado de que Satanás pudiese sacar ventaja. Esta es la condición en que deben encontrarse los que han de poder subsistir en el tiempo de angustia (Id. 681).
Alguno dirá: ‘Justo lo que temía... prefiero morir e ir a la tumba, más bien que pasar por el tiempo de angustia… ¿Y si no doy la talla?’ Pero si sentimos eso, realmente estamos siendo egoístas en un doble sentido: estamos privando al Señor de la lealtad que él merece recibir de nosotros en estos últimos días, y estamos evadiendo una experiencia y prueba que algún otro tendrá que sufrir en nuestro lugar. Si toda nuestra preocupación se reduce a alcanzar el cielo, ciertamente somos egoístas. Quienes razonan que el camino del cementerio es al fin y al cabo tan eficaz para llegar al cielo como vivir el tiempo de angustia y la traslación, están pensando exclusivamente en sí mismos. Quizá no se den cuenta, pero en realidad están intentando evitar a Cristo. El párrafo que sigue al citado más arriba, lo ilustra:
En esta vida es donde debemos separarnos del pecado por la fe en la sangre expiatoria de Cristo. Nuestro amado Salvador nos invita a que nos unamos a él, a que unamos nuestra flaqueza con su fortaleza, nuestra ignorancia con su sabiduría, nuestra indignidad con sus méritos... De nosotros está, pues, que cooperemos con los factores que Dios emplea, en la tarea de conformar nuestros caracteres con el modelo divino (Id.)
No hay, pues, nada que temer, con tal que estemos dispuestos a unirnos a él.
Cuando regresé de África tras años de servicio misionero, me inscribí en un curso universitario de traducción avanzada del griego. Pronto comencé a temer no poder seguir el ritmo de la clase. Un día tras otro los coloquios en griego parecían como olas gigantes que pasaban por encima de mi cabeza. En cierta ocasión dije a la profesora: “Mejor voy a abandonar el curso: es superior a mis posibilidades”.
Me respondió así: “Opino que debería quedarse. Siga en la clase. Yo me encargaré de que progrese”. Y lo que vio fue un alumno persistente, paciente, determinado. Me ayudó tanto, que finalmente no sólo terminé el curso, sino que obtuve la máxima calificación. Es una buena ilustración de nuestro Maestro celestial. Si nos mantenemos en su clase, él se encargará de que progresemos, y de que obtengamos sobresaliente. ¡Su oficio es ser Salvador!
No es por nuestros propios esfuerzos y trabajando duro como “nuestras vestiduras deberán estar sin mácula” y nuestros ¡caracteres purificados de todo pecado”. No. Es “por la sangre de la aspersión”. Es por la gracia de Dios -si no la recibimos en vano-. Nuestros “propios y diligentes esfuerzos” significan sencillamente cooperación con las agencias que el cielo emplea. Esa maravillosa obra será realizada “por la fe en la sangre expiatoria de Cristo”.
Y ¿qué es fe? Según Juan 3:16, es nuestra respuesta sincera y profunda al Dios amante que se entregó por nuestro bien. El agente eficaz de la justicia por la fe es “la fe en su sangre” (Rom 3:25). Es una apreciación profunda del amor de Dios revelado en la cruz de Cristo:
Muchos aceptan a Jesús como un artículo de fe, pero no tienen fe salvadora en él como su sacrificio y Salvador. No son conscientes de que Cristo murió para salvarlos de la penalidad de la ley que han transgredido... ¿Creéis que Cristo, como sustituto vuestro, paga la deuda de vuestra transgresión? Pero no para que podáis continuar en pecado, sino para que seáis salvos de vuestros pecados...
Podéis decir que creéis en Jesús cuando apreciáis el costo de la salvación. Podéis decirlo cuando sentís que Jesús murió por vosotros en la cruel cruz del Calvario; cuando tenéis una fe inteligente, razonable, de que su muerte hace posible que ceséis de pecar y que perfeccionéis un carácter recto por la gracia de Dios, que se os otorga como compra de su sangre (Review and Herald, 24 julio 1888).
¿Empiezas a vislumbrar el tremendo poder de la fe? No es que la fe en sí misma haga nada: es Jesús quién lo hace. Pero la justicia viene mediante la fe, y lleva a que “ceséis de pecar, y que perfeccionéis un carácter recto”. No es extraño que Waggoner exclamara en 1889:
¡Qué maravillosas oportunidades se ofrecen al cristiano! ¡A qué alturas de santidad puede llegar! No importa la mucha guerra que Satanás pueda hacer en su contra, que lo asalte allí donde la carne es más débil; puede morar bajo la sombra del Omnipotente y ser colmado con la plenitud de la fuerza de Dios. El Ser que es más poderoso que Satanás puede morar en su corazón continuamente (Signs of the Times, 21 enero 1889).
¿Qué significa cesar de pecar? La respuesta es clara: No significa dejar de tener una naturaleza pecaminosa o dejar de ser tentado. No significa dejar de experimentar las consecuencias de una herencia pecaminosa o dejar de sentir el llamado de las seducciones desde dentro y desde afuera, que son consecuencia de haber pecado. Significa, en cambio, que por la gracia de Cristo podemos cesar de ceder a esas presiones. Significa que podemos decir ‘¡No!’ a toda tentación interior o exterior, y ‘¡Sí!’ al Espíritu Santo. Significa que podemos ser hechos verdaderamente obedientes a la ley de Dios, de manera que podemos decir con Cristo: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mis entrañas” (Sal 40:8).
No significa perfección de la carne. Quizá Jesús, como carpintero, erró el martillazo alguna vez, mellando la madera en lugar de clavar el clavo. ¡Sería una necedad calificar eso de pecado! El pecado tiene relación con la voluntad, con la elección. Obsérvense las expresiones volitivas:
El pecado de la maledicencia comienza acariciando los malos pensamientos... Un pensamiento impuro tolerado, un deseo insano acariciado, contamina el alma, compromete su integridad... Si no hemos de cometer pecado, debemos cortarlo desde el mismo principio. Todo deseo y emoción deben mantenerse en sujeción a la razón y la conciencia. Debe desecharse inmediatamente todo pensamiento impío...
Nadie puede ser forzado a transgredir. Antes debe ser conquistado su consentimiento; el alma debe proponerse el acto pecaminoso antes de que la pasión pueda dominar la razón, o la iniquidad triunfar sobre la conciencia. La tentación, por fuerte que sea, no es nunca una excusa para el pecado (Testimonies, vol. V, 177).
Lutero dijo sabiamente que no podemos evitar que los pájaros vuelen sobre nuestra cabeza, pero podemos evitar que aniden en ella. El Señor no nos pide que hagamos más de lo que hizo nuestro Salvador. Él también fue “tentado en todo como nosotros”, pero eligió decir ‘¡No!’ a la tentación: “No busco mi voluntad, mas la voluntad del que me envió, del Padre” (Juan 5:30). ‘¡No!’ al yo egoísta y a todos sus clamores, por más insistentes que sean. Así podemos elegir nosotros constantemente, por su gracia. Y eso es precisamente a lo que conduce la fe que revela el Nuevo Testamento. “Considerar a Cristo continua e inteligentemente tal como él es, lo transformará a uno en un cristiano perfecto, puesto que ‘contemplando somos transformados’” (Waggoner, Cristo y su justicia, 5).
Alguien preguntará: ‘¿Significa eso que el pueblo de Dios vencerá solamente los pecados conocidos?, ¿o bien vencerán todo pecado, incluyendo el que ahora se oculta de su conocimiento?’ Jones y Waggoner comprendieron con claridad que la “expiación final” del ministerio de Cristo capacitará a su pueblo para que venza todo pecado, incluyendo el que actualmente le pasa inadvertido. Los dos mayores pecados de la historia humana son pecados de carácter inconsciente. Jesús oró: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Luc 23:34), refiriéndose a quienes lo crucificaban; y el terrible pecado laodicense de la tibieza se refiere a una condición de la que Cristo declara que su iglesia “no conoce” (Apoc 3:17). El Señor no puede trasladar el pecado a su reino eterno, ya que de hacerlo así la semilla escondida brotaría de nuevo, contaminando el universo.
En la asamblea de la Asociación de 1893, Jones explicó de forma simple y práctica el ministerio del Señor en la hora actual de purificación del santuario:
Avancemos un poco más en el tema. Él [Cristo] se dio a sí mismo por nuestros pecados; pero... no va a tomar nuestros pecados -aunque los llevó todos ellos- sin nuestro permiso... la elección relativa a si prefiero mis pecados más bien que a Cristo es enteramente mía, ¿no os parece? [Congregación: “Sí”]... Por lo tanto, a partir de ahora ¿habrá alguna vacilación en despedir todo aquello que Dios muestre que es pecado?, ¿lo dejaremos ir, cuando nos sea manifestado? Cuando se os señale el pecado, decid: “Prefiero a Cristo que al pecado”. Y echadlo [Congregación: “Amén”]. Decid al Señor: “Señor, hago la elección ahora mismo, acepto el trato, te elijo a ti. ¡Fuera el pecado! Tengo algo muy superior”... ¿Qué necesidad tenemos de desanimarnos, en relación con nuestros pecados?
Eso mismo es lo que han hecho algunos de los hermanos aquí reunidos. Llegaron siendo libres, pero el Espíritu de Dios hizo manifiesto algo no visto hasta entonces. El Espíritu de Dios fue más profundamente que nunca antes y reveló cosas que antes no conocían; y entonces, en lugar de agradecer al Señor que eso fuese así, desechar todo lo impío y agradecer al Señor por tener más de él que nunca antes, comenzaron a desanimarse. Dijeron ‘¡Oh!, ¿qué haré?, son tan grandes mis pecados...’
¿Qué preferís?: ¿ser llenos de toda la plenitud de Jesucristo?, ¿o tener menos que eso, quedando con algunos de vuestros pecados encubiertos sin que nunca sepáis de ellos?...
¿Cómo se nos podría poner el sello de Dios -que es la señal de su carácter perfecto revelado en nosotros- siendo que aún albergamos pecados? Dios no nos puede poner el sello, el distintivo de su perfecto carácter sobre nosotros, hasta no ver que es así efectivamente. Y de esa forma Dios ha profundizado hasta los lugares ocultos en los que ni soñábamos anteriormente, porque nosotros no podemos comprender nuestros corazones... Él limpiará el corazón y expondrá el último vestigio de impiedad. Permitámosle avanzar, hermanos, permitámosle continuar en esa obra de investigación...
Si el Señor quitase nuestros pecados sin nuestro conocimiento, ¿qué bien nos haría eso? Eso sería simplemente convertirnos en autómatas...
Somos instrumentos inteligentes, no... máquinas. Somos seres dotados de inteligencia. Dios nos empleará de acuerdo con nuestra propia elección activa (Bulletin, 404-405).
Pablo se refiere a eso, cuando dice:
¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de las obras de muerte para que sirváis al Dios vivo? (Heb 9:14).
Ellen White apoya consistentemente esa maravillosa idea: “Las circunstancias han servido para poner en su conocimiento nuevos defectos en su carácter; pero nada se ha revelado que no estuviera en usted” (Review and Herald, 6 agosto 1889). “Su ojo... escudriña todo rincón de la mente, detectando todo autoengaño oculto” (That I May Know Him, 290). “Cada uno posee rasgos de carácter todavía ignorados y que deben ser puestos en evidencia mediante la prueba” (Joyas de los Testimonios, vol. III, 191). “Él les revela en su misericordia sus defectos ocultos... Dios quiere que sus siervos se familiaricen con el mecanismo moral de su propio corazón” (Id. vol. I, 457). “...Durante la terminación del gran día de la expiación... La iglesia remanente... Sus miembros serán completamente conscientes del carácter pecaminoso de sus vidas...” (Id. vol. II, 175-176). Véase también cómo el ministerio del santuario es un tipo de la remoción de los pecados del corazón, pecados de los que anteriormente no se era consciente (Patriarcas y Profetas, 199-202 y 371-372). La crucifixión de Cristo es el pecado más profundo e inconsciente que puede existir (El Deseado de todas las gentes, 40; Review and Herald, 12 junio 1900); y el juicio final expondrá a la vista el contenido oculto de lo desconocido en la mente del pecador impenitente (Review and Herald, 10 noviembre 1896).
Es muy estrecha la relación entre esa verdad y la revelación de 1888 de la justicia de Cristo:
Cristo estuvo en el lugar de, y tuvo la naturaleza de toda la raza humana. En él confluyeron todas las debilidades del género humano, de manera que todo hombre sobre la tierra que pueda ser tentado, encuentra en Cristo Jesús poder contra esa tentación. En Cristo Jesús hay victoria contra la tentación para toda alma, y liberación del poder de ella. Esa es la verdad (Jones, General Conference Bulletin, 1895, 234).
Permitamos que el propio Waggoner aclare que “la victoria sobre toda tentación” de ninguna manera significa “carne santa” o “perfeccionismo”:
Ahora bien, no equivoquéis la idea. No vayáis a concluir que vosotros y yo vamos a ser tan buenos como para poder vivir independientemente del Señor; no vayáis a suponer que este cuerpo se va a convertir. Si llegáis a esa conclusión, estaréis en grave quebranto y caeréis en pecado flagrante. No penséis que podéis hacer incorruptible lo corruptible. Esto corruptible será hecho incorruptible en la venida del Señor, no antes... Cuando el hombre piensa que su carne es impecable, y que todos sus impulsos vienen de Dios, está confundiendo su carne pecaminosa con el Espíritu de Dios. Está sustituyendo a Dios por sí mismo, colocándose en el lugar de él, lo que constituye la esencia misma del papado (General Conference Bulletin, 1901, 146).
Jesús vivió una vida sin pecado en semejanza de carne de pecado. Y el pueblo guardador de sus mandamientos tendrá su fe. Waggoner continúa así:
Condenó el pecado en la carne, demostrando que puede vivir una vida sin pecado en carne pecaminosa. Su vida perfecta será manifestada en carne mortal, de forma que será visible a todos cuando ocurran las siete últimas plagas...
Si su poder no pudiese ser manifestado antes del fin del tiempo de gracia, no habría testimonio útil ante la gente, no sería para ellos un testimonio. Pero antes de que termine el tiempo de gracia habrá un pueblo tan completo en él, que a pesar de poseer carne pecaminosa, vivirá vidas sin pecado. Y lo hará en carne mortal, porque quien demostró tener poder sobre toda carne, vive en ellos, vive una vida sin pecado en carne pecaminosa y una vida irreprochable en carne mortal, y eso será un testimonio incontrovertible; el mayor que puede darse. Entonces vendrá el fin (Id. 146-147).
¿Significa eso que el pueblo de Dios que venza como Cristo venció estará compuesto en los últimos días por “pequeños cristos” asumiendo una posición blasfema? Una deducción tal carece de fundamento. Si bien los mensajeros de 1888 insistieron en que Dios tendrá un pueblo que “copiará el Modelo", en ningún momento insinuaron que lo fuesen a igualar. Cristo, el Hijo de Dios infinito y eterno, vivió una vida y murió en un sacrificio irrepetible por la eternidad. Pero siendo cierto que ningún pecador rescatado puede duplicarlo, “...por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación de vida” (Rom 5:18) ¿Acaso nadie va a llegar jamás a apreciarlo?
Es posible limpiar y pulir un viejo fragmento de espejo para que refleje el brillo del sol hasta deslumbrarnos. Sería disparatado deducir de ahí que el espejo puede igualar al sol. De la Esposa de Cristo se dice en Cantares 6:10 que está “esclarecida como el sol”, pero se trata siempre de luz reflejada, con su origen en Jesús.
La cuestión importante es: ¿se puede limpiar y pulir el viejo fragmento de espejo antes del retorno de Cristo? O mejor: ¿pueden los 144.000 viejos trozos de espejo, ser finalmente pulidos hasta reflejar al unísono el carácter del Salvador a modo de preciosa gema corporativa en la que él “verá del trabajo de su alma y será saciado”?, ¿pueden ser purificados los fragmentos al fin?, ¿o bien deben permanecer sucios y contaminados con el pecado continuado?
Si Cristo fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”, ¿será posible cuando cese su ministerio como Sumo Sacerdote que su pueblo también cese de pecar estando todavía en carne pecaminosa, con naturaleza pecaminosa? Si la respuesta es sí, entonces su Esposa puede estar preparada para su venida. Si es que no, entonces las “bodas del Cordero” no pueden jamás tener lugar y la segunda venida tiene que dejar de ser una esperanza realizable. La esperanza y anhelo del mensaje de 1888 se expresan así:
Alguien formará parte de ese perfecto reino de Dios. Podemos o no formar parte. La elección es nuestra. Somos libres de escoger en un sentido u otro, pero el evento ocurrirá de todas formas. Habrá un pueblo compuesto por representantes de toda tribu y nación (de raza negra, blanca, amarilla, aceitunada, la mayor parte pobres), algunos ricos, pocos grandes hombres, y muchos pequeños hombres. Gente de todas las disposiciones y nacionalidades, de entre todo el mundo. Todos hablando en unidad, sobre el mismo tema, todos manifestando las características del Señor Jesucristo. Eso está todavía por suceder. Si sabemos y creemos que tiene que ocurrir, entonces es posible que ocurra (Waggoner, General Conference Bulletin, 1901, 149).
Cuando Dios haya dado al mundo ese testimonio de su poder para salvar hasta lo sumo, de salvar seres pecaminosos y vivir una vida perfecta en carne pecaminosa, entonces quitará las dificultades y nos proporcionará mejores circunstancias en las cuales vivir. Pero esa maravilla debe producirse primeramente en el hombre pecaminoso, no solamente en la persona de Jesucristo, sino en Jesucristo reproducido y multiplicado en sus miles de seguidores. De forma que, no solamente en unos pocos casos esporádicos, sino en todo el cuerpo de la iglesia, la perfecta vida [carácter] de Cristo se manifestará al mundo, y eso será el acto último y culminante que determinará la salvación, o bien la condenación de los hombres (Id. 406).
Ellen White coincide con esa alentadora idea. Véase la siguiente declaración, hacia el final del libro Palabras de vida del gran Maestro:
La luz de su gloria -su carácter- ha de brillar en sus seguidores... El mundo está envuelto por las tinieblas de la falsa concepción de Dios... En este tiempo ha de proclamarse un mensaje de Dios, un mensaje que ilumine con su influencia y salve con su poder… Su carácter ha de ser dado a conocer...
Aquellos que esperan la venida del Esposo han de decir al pueblo: “¡He aquí vuestro Dios!” Los últimos rayos de luz misericordiosa, el último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor. Los hijos de Dios han de manifestar su gloria. En su vida y carácter han de revelar lo que la gracia de Dios ha hecho por ellos.
La luz del Sol de Justicia ha de brillar en buenas obras, en palabras de verdad y hechos de santidad (p. 341-342).
El pensamiento del Esposo se teje ampliamente en la escena bíblica del pueblo de Dios anticipando la venida de Cristo. “Las acciones justas de los santos” constituyen el “lino fino” con el que se viste por fin la Esposa del Cordero (Apoc 19:8 y 7). El pueblo de Dios viene a ser hecho obediente a su santa ley, de forma gozosa y voluntaria. Y hay algo escatológico único en esta victoria, aplicable a la última generación. No es que el Señor haya prohibido a generaciones anteriores que llegasen a “un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo”, sino que sencillamente, ninguna generación anterior ha alcanzado de hecho la condición que Apocalipsis postula para la Esposa de Cristo: “Su esposa se ha preparado” (Apoc 19:7).
En una boda hay una gran diferencia entre la novia, y la niña que lleva las flores. Ambas son humanas, y ambas femeninas; pero una de ellas, tomando prestada la frase paulina de Efesios 4:13, ha dejado de ser una niña. Ha alcanzado “la medida de la edad de la plenitud de” su Esposo, por cuanto está por fin preparada para permanecer a su lado en simpatía y apreciación. Puede ahora entrar en sus propósitos y cooperar con él. Jamás puede igualarlo, pero a diferencia de la niña que lleva las flores, puede apreciarlo.
¿Nos ha creado Dios quizá varón y hembra, y ha compartido con nosotros los misterios del amor, a fin de enseñar su propósito escatológico a quienes aprecian su gran sacrificio? Cuando su Esposa se haya preparado, vendrá a reclamarla. Dice el Esposo: “Os tomaré a mí mismo: para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. De alguna manera habrá por fin un amor y simpatía mutuos, una identificación, una verdadera unión con Cristo. En eso estaba la fuerza del mensaje de 1888.
La verdadera perfección cristiana es el desarrollo de la fe en los corazones del pueblo de Dios, hasta el punto que la niñita que lleva las flores crezca “en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo” (Efe 4:15). “Unos pocos en cada generación” han vencido de forma evidente, en el sentido de conquistar el yo y reflejar el carácter de Cristo. Enoc y Elías son ejemplos claros. Pero esos pocos nunca hubieron de vérselas con todo el espectro de tentaciones que el pueblo de Dios deberá enfrentar en las escenas finales. La última generación beberá, en un sentido muy particular, de la copa que Cristo bebió, y será bautizada con su bautismo (Primeros escritos, 282-284; Joyas de los Testimonios, vol. I, 64; Mat 20:20-23) S.N. Haskell, en su libro Story of Daniel the Prophet, aplicó esas palabras de Jesús a los creyentes, en el tiempo de la angustia de Jacob, tras haber finalizado el tiempo de gracia.
Desde el Génesis al Apocalipsis, la Biblia es una vibrante historia de amor, con su trágico complot que se desarrolla en los primeros tres capítulos, y el clímax de la resolución en los cuatro últimos. La victoria se ganó en el sacrificio de Cristo. Lo que debe hacer su pueblo es tener fe en tan maravillosa realización por parte de su Señor.
¿Por qué ninguna generación previa, o comunidad de santos, ha estado hasta hoy preparada para las bodas del Cordero? No porque Dios le negase alguna cosa. No más de lo que impide que la niña portadora de las flores se convierta en la novia. La profecía indica que el singular ministerio del gran Sumo Sacerdote en el lugar santísimo coincide con el desarrollo de la novia, que por fin llega a estar preparada:
“Hasta dos mil y trescientos días de tarde y mañana; y el santuario será purificado” (Dan 8:14). En el día típico de la expiación -en el sistema simbólico-, al pueblo le ocurría algo. Dijo el Señor: “En ese día se os reconciliará para limpiaros; y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová” (Lev 16:30). Así, en el día antitípico –en el cumplimiento real- de la expiación, el sacerdote “limpiará los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata; y ofrecerán a Jehová ofrenda con justicia” (Mal 3:3). Las suyas serán ofrendas exentas de preocupación egocéntrica, que es la mentalidad propia del pecado. Una auténtica novia no va a la boda interesada en la billetera de su novio, sino que lo aprecia por lo que él es. Su solicitud va dirigida hacia él, no hacia ella misma.
Pero hoy por hoy la iglesia remanente es más una damita que lleva las flores, que una novia. La mayoría de cristianos son aún interesados: están preocupados por obtener el premio, su trozo de tarta. Pocos están más motivados por Cristo mismo, que por disfrutar en compañía de su familia de las delicias de la nueva Jerusalem. Ese es el motivo por el que rara vez toman su cruz en servicio para seguirle a él. Pocos sienten la preocupación por el honor y la vindicación del Esposo. Solemos cantar: ¡Aunque en esta vida no tengo riquezas, sé que allá en la gloria tengo mi mansión’. Rara vez cantamos: “Sea él coronado por los siglos”.
Esa noción verdaderamente Cristocéntrica de interés por él, marcó singularmente las presentaciones de los mensajeros de 1888. Considérese el ejemplo siguiente, que constituye una “gran idea”, pocas veces expresada en nuestra literatura [La expresión está tomada de una cita de Ellen White: “La belleza de la verdad... es tan grande, tan abarcante, profunda y amplia, que el yo se pierde de vista... Predíquese de forma que la gente capte las grandes ideas y descubra el oro profundamente contenido en las Escrituras” (Manuscrito 7, 1894). La frase se hizo célebre en el apogeo de la era de 1888, y su aparición guardó sin duda relación con el mensaje de Jones y Waggoner]:
Hemos visto que el cuerno pequeño -el hombre de pecado, el misterio de iniquidad- instauró su propio sacerdocio terrenal, humano y pecaminoso, en el lugar del sacerdocio y ministerio santo y celestial. En ese servicio y sacerdocio del misterio de iniquidad, el pecador confiesa sus pecados al sacerdote y sigue pecando. Ciertamente, en ese ministerio y sacerdocio no hay poder para hacer otra cosa que no sea seguir pecando, incluso tras haber confesado los pecados. Pero, aunque sea triste la pregunta, los que no pertenecen al misterio de iniquidad, sino que creen en Jesús y su sacerdocio celestial, ¿no es cierto que confiesan ellos también sus pecados para luego continuar pecando?
¿Hace eso justicia a nuestro gran Sumo Sacerdote, a su sacrificio y a su bendito ministerio? (Jones, El Camino consagrado a la perfección cristiana, 104).
Amor por Cristo, interés por él y por su gloria: ¿será posible que algún día de nuestra vida lleguemos al punto en el que eso trascienda a nuestra preocupación por el propio yo y nuestra salvación personal? ¿Aprenderemos por fin, en esta carne mortal, a apreciar “el perfecto amor [que] echa fuera el temor”? La profecía responde afirmativamente. Leemos en Zacarías 12:10 que llegará el momento en el que el pueblo de Dios apartará su atención de sus propios problemas y preocupación por su propia seguridad, y se preocupará por Jesús: “Mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito”. La razón por la que la iglesia remanente es tibia, es porque nos mueve la preocupación egocéntrica. Pero existe una motivación superior: “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Cor 5:14).
Jones y Waggoner lo comprendieron. Tuvo un gran peso específico en su mensaje. Jones continúa así:
¿Es justo que rebajemos así a Cristo, su sacrificio y su ministerio, poniéndolo prácticamente al nivel de la “abominación desoladora”, al afirmar que en el verdadero ministerio no hay más poder o virtud que en el “misterio de iniquidad”? Que Dios libre hoy y para siempre a su iglesia y pueblo, sin más demora, de este rebajar hasta lo ínfimo a nuestro gran Sumo Sacerdote, su formidable sacrificio y su glorioso ministerio (Id.)
Cuando aprendamos a estar preocupados por él y por su gloria, veremos una nueva dimensión en el conocido texto: “Temed a Dios, y dadle gloria; porque ha llegado la hora de su juicio” (Apoc 14:7). Dado que “el mundo está envuelto por las tinieblas de la falsa concepción de Dios”, “el último mensaje... es una revelación de su carácter de amor...”, en la “vida y carácter” de sus discípulos, quienes dirán al mundo: “¡He aquí vuestro Dios!” (Palabras de vida del gran Maestro, 342). Así, le darán gloria en la hora de su juicio (Apoc 14:7).
La clase de oración que solemos elevar, delata motivos egoístas en lo profundo de nosotros. Decimos: “Señor, bendíceme a mí y a mis seres queridos, y no me olvides en tu reino. Bendice a los misioneros para que la obra pueda concluir, y podamos ir en seguida al cielo en gloria”. Es ciertamente tiempo de que aprendamos a orar un tipo de oración de alcance superior, en consistencia con una genuina preocupación por el honor de Cristo.
El decir que es imposible obedecer la ley de Dios y que la justicia imputada de Cristo cubrirá nuestros continuos pecados en el sentido de excusarlos, es antinomianismo (desprecio hacia la ley). No damos gloria (honra) a nuestro Salvador cuando hacemos “caso de la carne en sus deseos” (Rom 13:14). En un momento de tentación inesperada, seductora y casi abrumadora, José dijo ‘¡No!’ “Y él no quiso, y dijo... ¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Gén 39:8-9). Honró así al Señor que murió por él. ¡Qué tragedia, si hubiera hecho “caso de la carne en sus deseos”, y se hubiera dicho: “No puedes vencer siempre; esta vez es demasiado; me es imposible obedecer ahora. La justicia de Cristo tendrá que cubrirme esta vez”!
El asunto importante en los últimos días, no es la salvación de nuestras pobres almas, sino el honor de Cristo. El llamado del ángel es: “Temed a Dios y dadle honra” (gloria). La prueba a la que será sometido el pueblo de Dios antes del fin del tiempo de gracia será la marca de la bestia, una prueba que nunca antes en la historia se les ha presentado, mayor incluso que la de los mártires de antaño. Será la obra maestra de seducción satánica, perfeccionada a lo largo de sus seis mil años de experiencia en tentar al pueblo de Dios. Será sabiamente trazada para penetrar profundamente en nuestras almas, y si fuere posible, barrernos en la última marea de iniquidad. ¡Un examen final como ese requiere una preparación cabal!
Mientras tanto, mientras rechazamos la cínica acusación de Satanás de que es imposible para los hijos e hijas de Adán guardar la ley, somos plenamente conscientes de que somos pecadores caídos por naturaleza y que necesitamos siempre un Salvador. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis, y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. El Espíritu Santo trae insistentemente buenas nuevas al corazón del pecador contrito que ha caído:
A menudo tenemos que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y equivocaciones; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos desechados ni abandonados por Dios (El camino a Cristo, 64).
Jesús ama a sus hijos, aunque estos yerren... Cuando hacen lo mejor posible, acudiendo a Dios por su ayuda, estad seguros de que el servicio será aceptado, aunque sea imperfecto. Jesús es perfecto. La justicia de Cristo les es imputada, y dirá: “Quitadle esas vestimentas viles... te he hecho vestir de ropas de gala”. Jesús hace provisión para nuestras deficiencias inevitables (Carta 17a, 1891).
Si uno que tiene comunión diaria con Dios se desvía del camino, si por un momento deja de mirar firmemente a Jesús, no es porque peca voluntariamente, ya que cuando ve su error, vuelve nuevamente y fija sus ojos en Jesús, y el hecho de que haya errado no lo hace menos querido para el corazón de Dios (Review and Herald, 12 mayo 1896).
Si cometéis errores y sois atrapados en el pecado, no sintáis que no podéis orar... sino buscad más fervientemente al Señor (Our High Calling, 49).
Hay una declaración que puede ser fácilmente forzada de su contexto para sustentar la acusación satánica de que no nos es posible otra cosa que no sea continuar transgrediendo la ley de Dios:
Cuando, por la fe en Jesús, el hombre actúa de acuerdo a su mejor capacidad y procura guardar el camino del Señor mediante la obediencia a los diez mandamientos, se le imputa la perfección de Cristo para cubrir la transgresión del alma arrepentida y obediente (Fundamentals of Christian Education, 135).
Pero examinemos el trascendente contexto. Podemos vencer. En la misma página y siguientes, leemos:
En la cruz del Calvario podemos ver lo que ha costado al Hijo de Dios traer salvación a la raza caída. Así como el sacrificio en favor del hombre fue completo, también la restauración del hombre de la contaminación del pecado debe ser cabal y completa... Se debe batallar contra los pecados que asedian, y vencerlos. Los rasgos objetables de carácter, sean estos hereditarios o cultivados, deben abandonarse. Comparados con la gran norma de justicia, y en la luz reflejada desde la palabra de Dios, se los debe resistir y vencer con firmeza mediante el poder de Cristo (Id. 135-136).
Ellen White en absoluto enseñó la sutileza antinomianista de que es imposible resistir plenamente la marca de la bestia (Satanás quiere, con toda seguridad, que creamos tal cosa). “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos...” (1 Juan 2:1). Ahora tenemos un abogado; siempre tendremos un Salvador, pero la inspiración nos dice que no tendremos abogado o intercesor por siempre (ver El Conflicto de los siglos, 478).
La obra de Cristo como Sumo Sacerdote, en su ministerio final, consiste en preparar a un pueblo para afrontar la prueba de la marca de la bestia. Ellen White lo comprendió con claridad desde los primeros días del movimiento adventista:
Cuando cesó el ministerio de Jesús en el lugar santo y pasó él al santísimo... envió otro poderoso ángel con un tercer mensaje para el mundo... Aquel mensaje tenía por objeto poner en guardia a los hijos de Dios, revelándoles la hora de tentación y angustia que los aguardaba... Dijo el ángel: “Tendrán que combatir [cuerpo a cuerpo] contra la bestia y su imagen…” La atención de cuantos aceptan este mensaje se dirige hacia el lugar santísimo, donde Jesús está de pie delante del arca, realizando su intercesión final por todos aquellos para quienes hay aún misericordia y por los que hayan violado ignorantemente la ley de Dios (Primeros escritos, 254).
La justificación por la fe, a la luz de la obra final de intercesión de Cristo en el lugar santísimo: esa es la provisión de Dios para preparar a su pueblo para enfrentarse a la prueba de la marca de la bestia. Ese fue el peso del mensaje de 1888, y será el tema del último capítulo de este libro.